Reforma al Poder Judicial, un dolor de muela mal diagnosticado
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Hace unos años fui al dentista porque me dolía una muela. Me senté en la silla azul que reclinó hasta que quedé casi horizontal, el foco brillante en mis ojos. “Enséñame cuál es la muela que te duele”, me dijo. Metí mi dedo índice a la boca y toqué la muela. Cada vez que la apretaba, sentía el dolor que irradiaba hacia los dientes de al lado. Tras una breve revisión me propuso una ruta: “Vamos a tener que quitar esa amalgama y limpiar el diente. Quizás tienes una carie abajo”. Afirmé con la cabeza y me preparé para lo que venía: la inyección gigante en la encía que “no duele tanto”, el taladro de sonido punzante, el tubo en el cachete que aspira agua, pero también salpica, la sensación de la boca dormida horas después. Pero todo mejor que el dolor de diente.
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Al día siguiente el dolor no se había ido. Volví esa tarde, de nuevo a la misma silla azul reclinable. “Limpié perfecto y no se veía nada. Si quieres lo vuelvo a hacer, pero si llego a tocar el nervio tendrías que hacerte endodoncia”. Me contó cómo te raspan el diente por dentro. Decidí esperar unos días a ver si se mejoraba el dolor por milagro. Los días pasaron y el dolor seguía. Visité a un nuevo dentista y le conté lo que había pasado. “Vamos a ver”, me dijo haciendo un gesto para que me sentara en la silla reclinable. “¿Qué diente te duele?”. Metí mi dedo a la boca para señalar la muela que dolía. “¿Seguro es esa?”. Asentí con la cabeza. “Pero la amalgama que te cambiaron es otra”. El primer dentista me había curado un diente sano. Se volvió a hacer el procedimiento de cambio de amalgama. Esa vez sobre el diente correcto.
Cuento esta historia porque algo similar pasa con la reforma al Poder Judicial. Se señalan ciertos males: la impunidad, la corrupción, la falta de legitimidad, la opacidad, pero se propone (impone) una reforma que no resuelve ninguno de los problemas. La reforma propuesta no va a combatir mejor la corrupción; asegura una justicia politizada y sujeta a los peores incentivos. En México, las instituciones peor evaluadas son los partidos políticos, diputados y senadores. Los últimos son autoridades electas por voto popular, pero con menos confianza. La remoción de todos los jueces, magistrados y ministros del país, para que sean electos por voto directo, no va a mejorar la falta de legitimidad. Involucrar a los partidos políticos y sus estructuras, tampoco. Quitarle a los jueces la facultad para extender los efectos de la suspensión de una ley que considera violatoria de derechos humanos hará que la justicia sea más cara y elitista, además de quitarle a los jueces una de sus funciones principales: limitar el actuar de autoridades que se extralimitan o lastiman los derechos de alguna persona o personas.
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Treinta años de construir la independencia judicial y carreras profesionales no son pocos; miles de funcionarios han pasado por exámenes de conocimiento para llegar a los cargos que ocupan. Hoy las deliberaciones de la Suprema Corte son públicas y los/las ministras exponen las razones de sus decisiones públicamente. Pero la reforma no es sobre impunidad, justicia o corrupción. No busca sanar el diente malo: la Fiscalía General y fiscalías locales, donde se gesta la impunidad y se fomenta la corrupción. Es una reforma para capturar al poder judicial. Seguiremos años con el dolor de muela, después de haber perdido un diente relativamente sano.