Saltillo: El que tiene tienda que la atienda

Opinión
/ 19 agosto 2024

Recuerdo de homenaje merecen los pequeños comerciantes que en el viejo Saltillo tenían sus tiendas, aquellos pequeños tendajos cuyas puertas se abrían antes de salir el sol y se cerraban mucho tiempo después de que el sol se había metido. Tiendas de barrio aquellas, entrañables, que formaban parte de la vida cotidiana de los saltillenses. Los tiempos que se vivían eran muy duros. Los compradores no podían comprar más que de fiado, y no podían vender los vendedores sino fiado. Había un sistema llamado “de libreta”. Una tenía el cliente, otra el comerciante, y en las dos se anotaban las compras y ventas que se hacían. Periódicamente −en la quincena, al fin de mes− las dos libretas se compulsaban; se hacían cuentas; se pagaba y a comenzar de nuevo.

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Disposición muy generosa la de aquellos comerciantes, que a más de crédito daban también pilón. ¡Ah, el pilón! La estulticia y mezquindad de estos empecatados tiempos de ahora han acabado con aquella benemérita institución de mi niñez y la de todos los que vivieron antes. Nuestras mamás nos enviaban a la tienda. Y nosotros, que para cualquier otro mandado éramos renuentes y remisos, a la tienda íbamos con pies más que ligeros. Y es que el interés tiene pies. Aquí el interés era el pilón, que consistía en un pequeño obsequio que el comerciante, a fuer de agradecido, hacía al comprador. Los niños lo recibíamos gozosos: un dulce, un chicle −entonces todavía gran novedad−, un pedazo de piloncillo sabrosísimo... Ningún niño salía de los tendajos sin su pilón. En cierta ocasión un muchachillo llegó a la tienda de su barrio y le pidió al comerciante:

-Don Manolito, ¿me cambia por favor este veinte por cuatro pepas?

El tendero recibió la moneda de 20 centavos y entregó a cambio las cuatro pepas que le pedía el chamaco. Una pepa era una moneda de cinco centavos. Se llamaba así porque mostraban la severa efigie enchongada de doña Josefa Ortiz de Domínguez, la Corregidora. Había una broma picaresca, la primera quizá que conocí en mi niñez. Los traviesos sacaban una pepa y te decían: “Fíjate bien, y le verás las nachas a doña Josefa”. Pese al poco atractivo que aun dando con el objeto buscado tenía tal visión, le dabas vueltas por todos lados a la moneda, a ver si en los trazos del dibujo podías ver algo que siquiera tuviera el más remoto parecido con una región glútea de señora. Al fin te confesabas vencido: “No se las veo”. “¿Qué? −te decía entonces el bromista−. ¿A poco crees que por 5 centavos te las iba a enseñar?”.

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Pero vuelvo a lo que estaba contando. Le cambió su veinte el comerciante al muchachillo. Y después que éste hubo recibido los cuatro cincos le dijo al tendero con mucha urbanidad:

-Me da mi pilón, si es tan amable.

Esa era la vida del comerciante del tendajo saltillero hasta mediados del pasado siglo. Vendiendo al fiado, con libreta y pilón; trabajando largas jornadas agobiantes de 14 horas o más todos los días; yendo por aquellas calles oscuras muy de madrugada para traer la leche y el pan que poco después buscarían los parroquianos para su desayuno; fabricando en la trastienda velas de cera o parafina; pesando hora tras hora medidas de maíz y de frijol; haciendo, cuando no había clientes, “alcatraces” o cucuruchos de papel periódico y de estraza; vendiendo leña antes y petróleo después; cerrando sólo el domingo después de comer para abrir antes de cenar; marido y mujer alternándose en el mostrador −mientras uno iba a comer el otro despachaba−; y así día tras día, y mes tras mes y año tras año. Había que ganar la vida, y ésa era la vida.

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