Salud pública: Un minuto de silencio para los muertos de la 4T
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El padre Bragato era hombre de carácter firme. Alto, de recia contextura y voz de trueno, solía decir con desafiante tono cuando algún feligrés lo contrariaba: “Ten cuidado. Abajo de esta sotana también las gallinas ponen”. En cierta ocasión uno de sus parroquianos fue a confesarse con él. “Acúsome, padre –refirió contrito–, de que dije que usted es muy pendejo. Me arrepiento de todo corazón de haber dicho eso. Le pido que me perdone”. “No te preocupes hijo –lo tranquilizó el presbítero–. Recibe mi absolución y vete en paz a chingar a tu madre”. El cuentecillo ilustra una verdad sabida: hay cosas difíciles de perdonar. Esto que voy a relatar sucedió en mi ciudad hace unos días. Cierto hombre joven sintió de pronto un agudísimo dolor en el abdomen. Un primo suyo, médico, le dijo después de examinarlo que la causa era la vesícula. Debía operarse de inmediato, pues se encontraba en situación de riesgo; corría incluso peligro de muerte. Al punto el paciente se dirigió al Seguro. Ahí le dieron cita para intervenirlo dentro de un mes, pues hasta entonces habría quirófano disponible. El padre del muchacho tuvo que vender el automóvil de la familia para costear la urgente operación en una clínica privada y evitar que el problema de su hijo tuviera desenlace fatal. Una de las peores consecuencias del mal gobierno de la 4T ha sido la degradación de los servicios públicos de salud en el país. Privadas de recursos, las instituciones correspondientes carecen incluso de lo más necesario para atender a los pacientes. A los enfermos se les pide que aporten sus propios medicamentos, sus sueros, su termómetro. Los asegurados pagan por un servicio que no reciben. Una estadística resultaría aterradora: la del número de mexicanos –mujeres, hombres, ancianos, niños– que han fallecido por falta de medicinas o de oportuna y debida atención médica en las clínicas y hospitales dependientes del Gobierno Federal. Ojalá en la próxima concentración que se organizará a sí mismo López Obrador se guarde un minuto de silencio por todos esos muertos... El relato que hoy cierra el telón de esta columna atenta no sólo contra la decencia, sino también contra la urbanidad. Las personas con moral estricta y buena educación deben abstenerse de leerlo... Un cliente hizo la fila para pagar en el supermercado. Al llegar a la caja se dio cuenta de que había olvidado echar en el carrito cierto artículo que estaba requiriendo: un paquete de condones. Se lo dijo a la encargada de la caja, una atractiva chica, y le pidió que le permitiera ir por él. “No necesita molestarse –le indicó la muchacha–. Un empleado se los puede traer. ¿Qué medida usa?”. El hombre vaciló. “No sé”. “Permítame” –le dijo la cajera–. Echó mano a la entrepierna del asombrado tipo y seguidamente pidió por el altavoz: “Un paquete de condones tamaño grande a la caja 5”. El hombre que venía en seguida vio aquello y quiso disfrutar el mismo deleitoso tocamiento de quien lo precedió. Cuando le llegó el turno le dijo a la chica: “También yo olvidé echar en el carrito un paquete de condones”. “Permítame” –pidió ella–. Hizo lo del tocamiento y en seguida pidió por el altavoz: “Un paquete de condones tamaño mediano a la caja 5”. Seguía en la fila un muchachillo de 16 o 17 años. Jamás había tenido trato alguno con mujer, y deseó probar lo mismo que los otros dos. Así, le dijo con timidez a la muchacha: “Yo también olvidé mi paquete de condones”. “Permíteme” –le dijo la guapa cajera–. Y llevó su mano a la entrepierna del adolescente. Instantes después pidió por el altavoz: “Servicio de limpieza a la caja 5”... FIN.
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