Salvar el alma: la lucha contra la corrupción
COMPARTIR
Cada 9 de diciembre, se recuerda el “Día Internacional Contra la Corrupción”. Más que una fecha oficial, es un recordatorio incómodo: una campana moral que repica para recordarnos que vivimos rodeados de prácticas que, por repetidas, han dejado de indignarnos.
Es un día que a todos nos exige detenernos y mirar con seriedad un fenómeno que no está allá afuera, en las noticias o en los grandes escándalos, sino muy cerca -a veces demasiado cerca- de nuestras propias decisiones cotidianas.
TE PUEDE INTERESAR: Lista de deseos: el sentido de la Navidad
La corrupción no es solamente el soborno, la trampa o la manipulación del poder. Es una erosión progresiva de la conciencia, un desgaste silencioso que convierte lo inaceptable en rutina y lo indebido en “práctica común”.
Ernesto Sabato lo vio con una claridad dolorosa cuando escribió: “Miles de hombres se desviven trabajando, cuando pueden, acumulando amarguras y desilusiones, logrando apenas sostenerse un día más en la precaria situación, mientras casi no hay individuo que, tras su paso por el poder, no haya cambiado -en apenas meses- un modesto departamentito por una lujosa mansión con entrada para fabulosos autos”.
Y añadía que esta realidad muestra su peor cara en nuestro propio país: “el Índice de Percepción de la Corrupción 2024 realizado por Transparencia Internacional asigna a México 26 puntos sobre 100 y el lugar 140 de 180 países, el peor resultado de la OCDE y el penúltimo del G20”.
La observación de Sabato no es solo una crítica social, es una advertencia antropológica. Habla de la facilidad con la que el ser humano, una vez alcanza el poder, se deja seducir por él hasta deformar su escala de valores. Y quizá ningún caso reciente ilustra esa corrupción moral de manera tan devastadora como la caída de Enron.
DERRUMBE
El 2 de diciembre de 2001, cuando Enron se declaró en bancarrota bajo el Capítulo 11, no solo se desplomó una de las corporaciones más celebradas de Estados Unidos: se derrumbó también el mito de que la genialidad técnica puede reemplazar la integridad, y que la apariencia de éxito basta para sostener una organización. Porque Enron no cayó por un error financiero; cayó por un error moral.
Los grandes escándalos corporativos no nacen en un instante. No surgen de una maniobra aislada. Se incuban en ambientes donde la ética empezó a diluirse mucho antes, casi imperceptiblemente.
La corrupción madura como la humedad bajo las paredes: primero un pequeño olor, luego una mancha, después el colapso total cuando la estructura ya es incapaz de soportar su propio peso.
Por años, Enron fue ovacionada como una empresa “visionaria”, “innovadora”, “audaz”. Sus directivos aparecían en portadas de revistas, eran citados en universidades, admirados en Wall Street. El brillo era tan intenso que nadie parecía dispuesto a mirar lo que había detrás.
Y detrás había un sistema sofisticado... de mentiras.
Pero la mentira no comienza grande. Inicia como una racionalización, un pequeño desliz, una concesión justificada por la presión de los resultados.
TE PUEDE INTERESAR: El niño y el Todo
Comienza cuando alguien -en una oficina cualquiera- escucha la voz interior que le advierte que algo no está bien... y decide ignorarla porque “todos lo hacen”, “es solo una vez”, “mañana lo arreglamos”. En ese punto comienza la verdadera quiebra: la quiebra de la conciencia.
ANTES
Aunque el mundo vio caer a Enron ese 2 de diciembre, la empresa ya estaba muerta mucho antes. Sus edificios seguían en pie, sus reportes financieros seguían circulando, su imagen pública seguía deslumbrando... pero la organización había perdido su alma.
Su columna vertebral se rompió el día en que la verdad dejó de ser un valor y se convirtió en un estorbo.
El día en que la apariencia valió más que la realidad. El día en que el poder se volvió un fin y no un medio.
Bauman llamaría a este fenómeno la modernidad líquida, una época donde nada permanece y todo puede deformarse según la conveniencia. En Enron, lo líquido no fueron los mercados: fue la ética.
La empresa presumía de innovación técnica, financiera y operativa, pero había descuidado la única innovación que sostiene todas las demás: la innovación moral, esa capacidad de decir “no” cuando todo alrededor parece empujar hacia el “sí”.
SORDERA
En toda historia de corrupción hay siempre un elemento trágico: las advertencias existieron, pero fueron ignoradas.
Enron no fue la excepción. Hubo analistas internos que vieron las inconsistencias, que señalaron que las proyecciones eran irreales, que los instrumentos creados para ocultar deuda eran bombas de tiempo.
Pero una cultura dominada por la soberbia corporativa no escucha. Quien denuncia es visto como un obstáculo, no como un aliado. Quien cuestiona es etiquetado como “negativo”, “desleal” o “incapaz de entender la visión”.
Aquí es donde las palabras de Sabato vuelven a resonar con fuerza: cuando el poder deforma el carácter, el individuo deja de ver la realidad y empieza a ver solo aquello que reafirma su ambición.
El poder, decía Sabato, es una tentación que revela lo más oscuro del ser humano. Y esa oscuridad, en Enron, se había convertido en clima organizacional.
CONSTRUIR
Albert Camus recordaría que el ser humano vive en tensión entre el absurdo y la necesidad de dar sentido a lo que hace. El sentido “no se encuentra: se construye”.
Y cuando se renuncia a esa tarea, se cae en la rendición moral, en esa pasividad que convierte el absurdo en norma.
Eso le pasó a Enron. Perdió su “para qué” el día en que dejó de construir sentido y se entregó a la lógica vacía de la codicia. En lugar de ejercer la rebelión lúcida –diría Camus de decir no al engaño y sí a la dignidad-, aceptó la mentira como sistema.
Entonces, su caída fue una consecuencia inevitable de haber renunciado al único sostén que da estabilidad a cualquier empresa humana: la conciencia.
PANTANO
Enron premiaba la audacia sin prudencia, la agresividad sin límites, el riesgo sin responsabilidad. Era un ecosistema donde lo que importaba no era la integridad, sino los “resultados”. En esa atmósfera, la tentación de manipular información se vuelve casi una consecuencia natural.
Cuando una empresa celebra la astucia por encima de la virtud, los cimientos comienzan a hundirse en un pantano ético.
Las decisiones, los incentivos, los reportes internos, todo empieza a contaminarse.
Y la corrupción deja de ser un acto aislado para convertirse en un hábito colectivo.
Por eso, cuando se desplomó, no cayó solo una empresa: cayó una cultura enferma.
ESPEJO
Muchos analizan a Enron como una anomalía histórica. Pero los casos extremos no son anomalías: son advertencias. Son espejos que revelan tendencias humanas universales, aplicables a cualquier país, cualquier industria y cualquier nivel de poder.
La pregunta no es: ¿Cómo pudo pasar algo así? Sino: ¿En cuántos lugares está pasando hoy, de formas más discretas, pero igual de corrosivas?
En México la observación de Sabato es evidente: hay quienes llegan a cargos públicos o empresariales no para servir, sino para servirse.
Y sus transformaciones materiales -esas mansiones y viajes que aparecen en pocos meses y esos autos lujosos- son síntomas de una enfermedad social que hemos normalizado.
Pero la corrupción no se normaliza sin costo. Y ese costo siempre lo pagan los más vulnerables: los trabajadores que “se desviven”, como decía Sabato, mientras otros se enriquecen sin pudor.
VACUNA
Podemos diseñar controles, auditorías, normativas, certificaciones. Todo eso es útil, pero insuficiente. La verdadera protección contra la corrupción nace de algo profundamente íntimo: la integridad personal, esa voz interior que susurra -a veces con desesperación- que no todo vale, que la dignidad no es negociable, que el poder no justifica el abuso.
TE PUEDE INTERESAR: Un acto radical
Enron cayó porque esa voz fue silenciada. Y cuando una organización apaga esa voz, está perdida, aunque sus números aún brillen.
LLAMADO...
Estamos ante la necesidad de hacer un examen de conciencia. Nos pregunta si, en nuestras decisiones diarias, estamos acercándonos al destino de Enron o alejándonos de él. Si estamos construyendo instituciones sólidas o solo fachadas brillantes. Si estamos cultivando una ética real o simplemente administrando apariencias.
La corrupción no se combate con discursos, sino con ejemplo. Con decisiones difíciles. Con valentía moral. Con la humildad de reconocer que todos somos vulnerables a la tentación que Sabato describió con tanta lucidez.
Y, sobre todo, se combate escuchando la voz que Enron ignoró: esa voz silenciosa que nos pregunta si somos quienes deberíamos ser.
Porque una empresa, como un ser humano, puede poseer recursos, talento, reconocimiento y poder. Pero si pierde su alma, lo demás es solo cuestión de tiempo.
cgutierrez_a@outlook.com