Ayer, cosa increíble, vi en una librería de Monterrey una novela de Corín Tellado. Ya no vive la escribidora (así la llamó Mario Vargas Llosa en el bello obituario que escribió para ella). La última vez que la vi fue en 1996, cuando se presentó en una librería de Madrid. Tenía 71 años −ella, no yo−; estaba muy enferma, y sin embargo seguía trabajando. Digo “trabajando” porque para ella escribir no era un arte: era un oficio, como el del albañil. Del mismo modo que el albañil pone un ladrillo encima de otro, Corín Tellado ponía una palabra tras otra. Trabajaba diez o doce horas cada día, seis días de la semana, once meses del año. Así escribió, según su dicho, 4 mil novelas.
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Novelas de amor todas, de amor color de rosa. Sus hombres y mujeres se parecen a aquellos dibujos anatómicos que nos mostraba en el colegio. En ellos se veían los cuerpos masculino y femenino sin nada en la entrepierna. Monda y lironda tenían esa parte, lisa y llana, sin protuberancia ni insinuación pilosa alguna. Así, supongo, deben ser los ángeles del Cielo, carentes de todo atributo que distinga a los angelitos de las angelitas. Para el franquismo, tan católico, esa supresión de los apéndices sexuales venía muy a cuento, pues ayudaba a la ejemplar tarea de hacer de la sociedad española una gran congregación piadosa formada por espíritus puros que no tenían tetas, vaginas, nalgas, pijas ni cojones, con perdón sea dicho todo eso.
Las novelas rosas de Corín Tellado empezaban todas igual, seguían todas igual, y acababan todas igual. Sus protagonistas eran siempre bonitos −guapo él, hermosa ella−, e invariablemente de buena condición social. El amor romántico pertenecía a las clases acomodadas; lo del proletariado era el instinto. Los personajes de doña Corín se enamoraban a primera vista y se casaban tras de una serie de pequeñas vicisitudes, no muy grandes para no alarmar a nadie. El final de esas novelas siempre era feliz.
¿Explica eso por qué se vendían por millones? Cada semana, sin fallar ninguna, la señora Tellado acababa una; y sacaba otras más cortas, o por entregas, en revistas como “Vanidades”, “Amenidades” y otras muchas de nombre terminado en -ades, tanto en España como en los países hispanoamericanos. Tales novelitas se veían en manos de secretarias, recepcionistas, enfermeras y dependientas de las tiendas. Las profesoras las compraban en forma vergonzante, y las amas de casa las leían una página ahora y otra luego, en los minutos que les dejaban libres las tareas del hogar. Todas las “lectorcitas” de novelas rosas vivían la vida de sus protagonistas, tan diferente de la gris vida que vivían ellas. Tuve un amigo cuya esposa leía novelas de Corín Tellado mientras él le hacía el amor. “Para inspirarme” −decía la señora−. Eso era igual que si para ponerte cachondo leyeras el Apocalipsis de San Juan.
Corín Tellado... Su nombre no era seudónimo, sino diminutivo: se llamaba María del Socorro Amalia, y su apellido era el mismo que usaba para firmar sus libros: Tellado. Sus hermanos la llamaban Socorrín, y de ahí pasaron a decirle Corín. Asturiana de nacimiento, casó joven, y joven se separó de su marido. Jamás, hasta donde se sabe, volvió a tener varón. Se dedicó a sus libros, a sus hijos y luego a sus nietos. La inventora del amor color de rosa solía decir que en su vida la página del amor estaba en blanco.
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Por aquel tiempo nosotros éramos adolescentes. Leíamos las picardías de Jardiel Poncela −entonces atrevidas, ahora también color de rosa− y nos burlábamos de las delicuescencias de Corín Tellado. Usábamos a modo de chacota sus expresiones consagradas: “Tenía un no sé qué que qué sé yo”, o aquella de “ojos color del tiempo”. Hoy día la escribidora está olvidada. Vendió 400 millones de ejemplares, y casi nadie la recuerda. Si aquí la recordé yo es porque hoy se celebra el Día del Libro, y ella escribió 4 mil.