Cuando la Navidad deja de ser magia y se convierte en expectativa
Un ensayo íntimo sobre cómo cambian las fiestas conforme crecemos, cómo ajustamos nuestras expectativas y dónde encontramos la verdadera magia cuando lo perfecto deja de ser posible.
Estamos en esa época del año en la que las expectativas comienzan a subir silenciosamente: las fiestas, las posadas, la Navidad, el Año Nuevo, los regalos, los encuentros familiares. Todo parece cargado de un deber ser que pocas veces coincide con la realidad. Conforme he ido creciendo, me he dado cuenta de que la magia de estas fechas se ha ido transformando.
Recuerdo que, de niña, era una de las temporadas más increíbles: ver a mis primas —casi mis hermanas— preparar el show, ir al súper, elegir lo que nos íbamos a poner. Era ilusión pura. Después, esa magia se convirtió en el deseo de heredarles a mis hijas esos días tan luminosos. Y ahora, que ya no son niñas, el plan es otro. En el mundo adulto, estas fechas a veces resultan más caóticas que festivas.
Pienso mucho en una tía que se quejaba porque detestaba que la Navidad fuera en su casa: nadie ayudaba, todos esperaban que ella resolviera todo, y las cuñadas ni un plato lavaban. Esa misma Nochebuena, mi hermana lloró al ver que habían contratado un mesero; no entendía cómo alguien podía trabajar el 24, pues pensaba que debía estar con su familia.
Y entonces me pregunto: ¿de qué se trata la felicidad en estas fiestas si tantas veces no podemos disfrutarlas? Siempre habrá algo fuera de nuestro control: la palabra incómoda, el familiar ausente, el cansancio, el duelo, la silla vacía, el recuerdo que aprieta. Nos cuesta transformar en momento presente aquello que nos desilusiona o incomoda.
Hoy quise escribir sobre las expectativas porque el año está por terminar y pienso en ese anhelo que tenemos de empezar un 2026 más sanados, reconstruidos o simplemente más amados. Pero también pienso en la importancia de ajustar lo que esperamos para no lastimarnos con frustraciones innecesarias.
Saber ser feliz incluso en lo incómodo también es una forma de conquista. Tú decides cómo vives y quién eres frente a las circunstancias. El poder es absolutamente tuyo, y a eso se le llama libertad. La realidad rara vez se acomoda por completo a nuestros deseos, pero siempre ofrece oportunidades; y el alma, silenciosamente, elige cómo vivirlas.
Saber vivir las expectativas es también enseñarles a nuestros hijos dónde radica la verdadera felicidad: no en lo que pasa afuera, sino en lo que se mueve dentro. Ellos aprenden al vernos. Aprenden a esperar menos del control y más de la presencia; menos de la perfección externa y más de la paz interior.
Tal vez la magia nunca se perdió; solo cambió de lugar. De niños la veíamos afuera; de adultos, la encontramos dentro. La celebración no depende de que nada falle, sino de permitir que algo se acomode en el corazón: un poco más de aceptación, un poco menos de exigencia, un poco más de amor por lo que sí es.
Recordemos que somos un “todavía”: todavía creciendo, aprendiendo, sanando, intentando. Y desde ese “todavía” podemos vivir las fiestas con expectativas más humanas, más tiernas, más reales. Así, la Navidad vuelve a ser lo que siempre fue: una oportunidad para amar, agradecer y empezar de nuevo.
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