Una historia de guerra

Opinión
/ 31 enero 2024

Un domingo de abril de 1846 el sargento John Riley, perteneciente a la Compañía K del Quinto Regimiento de Infantería del ejército de los Estados Unidos, cruzó a nado el río Bravo y llegó solo a la ciudad de Matamoros.

Era norteamericano este sargento Riley. Pero más que norteamericano era irlandés. Eso quiere decir que era católico. Y cuando en la quietud de la rivera escuchó a lo lejos sonar las campanas de la iglesia de Matamoros que convocaban a misa, algo muy grande se le removió en la hondura de sus recuerdos y sin vacilar se echó al río y nadó hacia el otro lado.

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Asistió a la misa, que oyó con mucha devoción y sin hacer caso de las miradas de curiosidad que le dirigían los mexicanos. Comulgó. Al final del oficio se arrodilló para recibir la bendición del sacerdote en el “Ite, missa est’’. Cuando salió del templo fue detenido en el pequeño atrio por unos militares. Los Estados Unidos y México se encontraban en estado de guerra, le dijeron con hostilidad. ¿Qué andaba haciendo él en Matamoros?

Había ido a oír misa, les respondió, y ahora se dirigía de regreso a su campamento. Los militares cambiaron unas palabras entre sí. Estaba bien, le dijo un oficial mexicano que chapurraba inglés. Pero, antes de regresar, ¿no le gustaría tomar una copa con ellos?

John Riley era irlandés. Aquel día era domingo. Y ya había oído misa. ¿Qué mejor cosa podía hacer un irlandés que remojar el gaznate con una copa del recio aguardiente mexicano, y en compañía de aquellos buenos amigos que le habían salido?

No fue una copa, naturalmente. Ni fueron dos, ni tres. Fueron más. Cuando Riley recordó, que es lo mismo que despertar, ya era casi de noche. A esa hora imposible atravesar a nado el río Bravo. Su ausencia sería notada por sus superiores, que lo castigarían con severidad. Por otro lado, en el curso del convite sus amigos de México le habían señalado las muchas coincidencias entre mexicanos e irlandeses, sobre todo la de ser católicos ambos pueblos, y no herejes protestantes como los norteamericanos. Además había una recompensa en dinero y un ofrecimiento de tierras a quienes desertaran del ejército de los Estados Unidos y se unieran al de México.

No lo pensó mucho. Al día siguiente, acompañado por el oficial que le servía de intérprete, se presentó en el cuartel de Matamoros y pidió ser admitido en el ejército mexicano. Se le admitió, naturalmente. Así fue Riley el primer irlandés que desertó de las líneas yanquis para combatir al lado de México en la guerra del 47. Muchos otros como él siguieron su ejemplo en los meses subsecuentes. Los irlandeses formaron un batallón al que -obviamente- bautizaron con el nombre del santo patrono de Irlanda, San Patricio.

Combatieron bizarramente contra los americanos, y en algunas acciones de guerra -la batalla de la Angostura, entre otras- se distinguieron por su bravura y por su arrojo. El batallón de irlandeses llegó a tener centenares de integrantes, pues la rígida disciplina puritana que imponían los generales yanquis no se avenía con el carácter levantisco y rebelde de los hijos de Erín. Además, obró eficazmente sobre ellos la propaganda del gobierno mexicano, que buscó suscitar rivalidades entre los norteamericanos nacidos en los Estados Unidos y los que habían llegado de Europa.

Numerosos irlandeses, entonces, desertaron de las filas norteamericanas. A muchos les esperaba la muerte, ya en combate, ya en horca.

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