Vallenato: Crónica de un sufrimiento con ritmo
Y aunque a algunos nos haga retorcernos de incomodidad, no deja de ser un ejemplo de cómo la música, en cualquiera de sus formas, puede conectar con emociones profundas, aunque sean diferentes a las nuestras
Hay cosas en la vida que uno cree que nunca superará: perder el último pedazo de pizza, ver que alguien pone piña en la pizza, o escuchar a tu tía hablar de sus recuerdos del colegio. Pero nada, absolutamente nada, te prepara para el sufrimiento sonoro que representa el vallenato. Sí, ese invento musical que alguna mente brillante o confundida decidió que el acordeón debía ser el instrumento que acompañara lamentos sentimentales y trompetas inexistentes de tragedias amorosas que ni Shakespeare se hubiera atrevido a escribir.
El vallenato es, en esencia, un festival de exageraciones. Todo se lleva al extremo: la tristeza es monumental, la nostalgia es épica y los amores perdidos son tragedias griegas... narradas con un acordeón que suena como si un gato con artritis estuviera intentando tocar una sinfonía. Cada “ay, amor mío” no es un lamento: es un disparo directo al sistema nervioso central del oyente desprevenido. Y si creías que la voz humana podía ser dulce, el vallenato te demuestra que puede ser un instrumento de tortura certificado.
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No podemos ignorar a sus fieles devotos. Ah, los fans del vallenato... esas criaturas que caminan por la vida con cara de “nadie entiende mi dolor” y que te miran con desprecio si te atreves a poner otro género musical. Ellos saben lo que es sufrir de verdad, no como los demás que escuchamos rock, jazz o hasta pop (no tampoco, no he caído tan bajo). Para ellos, un corazón roto no se supera con terapia, amigos o ejercicio; se supera con cuatro acordes desafinados, un bombo tímido y una voz que rasga más que papel de lija.
Y luego está la estructura poética de sus letras. No me malinterpreten: algunos versos son hermosos, otros hasta podrían arrancarte una lágrima. Pero la mayoría parecen haber sido escritos en un estado de euforia y resaca simultáneos. El amor imposible, la mujer traicionera, el recuerdo imborrable... todo siempre con la misma intensidad dramática, como si la vida entera dependiera de que ese acordeón llegue a la nota correcta antes del siguiente “ayyy”. Uno empieza a escuchar y piensa: “¿En serio? ¿Todo esto por una lágrima derramada?”. Sí, amigo, todo esto. Porque en el mundo del vallenato, la tragedia es religión y el melodrama es arte.
Ah, y no olvidemos los nombres. Carlos Vives, Diomedes, Jorge Celedón... cada uno con su séquito de fans que defenderán hasta la muerte la sacrosanta verdad de que esto es música auténtica. No importa si el mundo entero te dice que suena a llanto de acordeón y que la letra podría haber sido escrita por un adolescente enamorado de su propia sombra. Para los creyentes del vallenato, cuestionar su superioridad es herejía. Es más, probablemente te mirarán con ojos de odio calculado y un silencio que te hará replantearte cada decisión de tu vida.
Pero el verdadero golpe maestro del vallenato es su capacidad de reproducirse en todas partes. Radios, bodas, cumpleaños, funerales y hasta en el supermercado. No importa si estás comprando pan o pagando la luz: ahí está, implacable, recordándote que la vida es sufrimiento, el amor es imposible y tu existencia carece de sentido si no estás llorando al ritmo de un acordeón desafinado. Es como si alguien hubiera decidido que el mundo necesitaba más llanto sincronizado y menos momentos felices. Gracias, vallenato, por esa contribución invaluable.
Y no, no estamos hablando de una simple melodía triste, ni de un estilo romántico con clase. Estamos hablando de un género donde cada nota, cada palabra, cada suspiro, parece gritar: “Sí, tu vida apesta, y lo sabes”. Escucharlo es un deporte extremo. Necesitas resistencia, concentración y, sobre todo, un estómago fuerte para soportar la combinación letal de percusión mínima y acordeón hiperactivo.
Al final, uno podría preguntarse: ¿por qué el vallenato existe? Tal vez para enseñarnos humildad, para recordarnos que cualquier otro género musical hasta la cumbia más básica suena como Mozart en comparación. O tal vez para que aprendamos a convivir con el sufrimiento de los demás y entender que la vida es, en efecto, un chiste cruel con ritmo. Sí, porque si algo hay que reconocerle al vallenato es que cumple con su misión: es memorable, imposible de ignorar y garantiza que nunca, nunca volverás a subestimar la paciencia humana.
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Ahora, antes de que piense que esto es un ataque personal o un juicio universal, déjame aclarar algo: todo esto es mi opinión. El vallenato tiene su lugar en el mundo, y sus fans encuentran en él alegría, consuelo y hasta inspiración. Y aunque a algunos nos haga retorcernos de incomodidad, no deja de ser un ejemplo de cómo la música, en cualquiera de sus formas, puede conectar con emociones profundas, aunque sean diferentes a las nuestras. Al final, el mundo sería un lugar muy aburrido si todos tuviéramos los mismos gustos musicales. Y aunque el acordeón siga haciendo gemir corazones y el “ay, amor mío” nos saque de quicio, quizá ahí está la magia: en la diversidad, en la pasión y en la capacidad de cada quien de encontrar su propio ritmo en medio del caos.
Así que, sí, podemos burlarnos, quejarnos y rasgarnos las vestiduras mientras suena vallenato en la radio. Pero tal vez, sólo tal vez, esa misma cosa que nos hace llorar de risa o de horror es la que mantiene vivo el arte de sentir. Y en un mundo donde todos parecen competir por ser grises y correctos, eso no está tan mal. Pero al fin y al cabo, esta es solamente mi siempre y nunca jamás humilde opinión. Y usted... ¿Qué opina?
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