¿Por qué me comí a mi padre?
«Tal es la belleza del pensamiento lógico: permite eliminar sistemáticamente las alternativa hasta que lo único que queda es la cuestión básica que debe resolverse»
Pocas cosas pueden resultar tan enigmáticas como nuestra propia cotidianidad cuando es puesta bajo la lupa, pues aunque suele navegar con bandera de omisa, está copeteada de conocimiento acumulado desde tiempos inmemoriales.
Este saber que muchas veces ha sido adquirido a través de mazapanazos, tiene una de sus forma notables en eso que llamamos innovación y que en el mundo de los hechos se traduce en la supervivencia de la especie.
Para hablar de ello volvamos en el tiempo mientras dejamos a la vista (como se hace con los niños) a las cifras imprescindibles, la productividad, el análisis duro, los insufribles costos, los inefables paradigmas del pensamiento y todo aquello que conforma el crisol de la economía contemporánea.
Así podremos situarnos en una época pretérita en donde las cosas suceden sin que los coetáneos sean del todo conscientes de ello, pero inevitablemente ocurren con la contundencia de las formas definitivas y perennes.
Sea pues, bienvenidos al mundo en el que habita Edward, un homínido entusiasta de la evolución que se resiste a ser uno tipo más de su tiempo, el pleistoceno. Todo este quilombo de la mano de uno de los libros imprescindibles, si de la pluma de Roy Lewis se trata: Por qué me comí a mi padre (1960).
Publicado en inglés bajó el título The Evolution Man, or How I Ate My Father. El cual hace gala de estar escrito con el señuelo del humor que es, sin duda, uno de los grandes atributos de la inteligencia.
El registro sobre las minucias que componen su vida es al alimón una chusca fabulación sobre lo que significaba encontrarse de frente con la escasez en un entorno agreste y no teniendo mayor alternativa que innovar o morir. Es decir, dar un salto adelante en el aprendizaje comunal por las buenas o por las malísimas.
Como si a través de la mayéutica platónica se tratara, la narración echa mano de sus buenas artes para soltar preguntas como síntoma reflejo de su capacidad para convertirse en dominador de las herramientas e insumos, y no sólo en un dependiente que las utiliza para hacer más llevadera la vida primitiva.
Tal ocurre con su descubrimiento primordial: el fuego, pues este cambió para siempre la manera de vivir al proporcionar calor en el frío, seguridad en la incertidumbre de un entorno silvestre y carne a cocción para unos cuerpos que cada vez demandaban mayor cantidad de calorías.
De tal suerte que, lejos de ser una cosa que parecería baladí en estos tiempos de la comida new age, las peripecias de este precoz Prometeo devinieron en pasar de las bayas y los gusanos al mole mancha manteles como reflejo del homínido que piensa, cuestiona, percibe, desea y crea a su paso.
En ese ritmo, encontramos la primera vez del ser humano con otros elementos en apariencia domésticos vía un relato que transita por el flujo de conciencia y destaca la preponderancia de razonar la vida estrictamente en términos económicos, aunque sea a media curva de aprendizaje.
Además del pasar revista a la lumbre y la alimentación, también transita por la música, el baile, el emparejamiento con otras tribus, el desarrollo de la caza, deporte, moda, y hasta el parricidio incidental.
Incluida la concepción de uno de los preceptos de fuste en las sociedades de mercado: la competencia perfecta. En este caso la del ser humano contra los animales carroñeros que también acechan las sobras que los cazadores natos abandonan cuando la barriga está llena y el corazón contento.
Pasar la página significa soltar la rienda en el viaje a través de una época en la que se hace a mano la economía más tangible. Por supuesto no la de los datos contundentes ni aquella de inacabables tertulias, sino la que permite sobrevivir y mejorar la calidad de vida a partir del duro ejercicio del sentido común.