Ante el abismo

Opinión
/ 3 junio 2025

El 3 de junio de 1924, murió el célebre escritor checo Franz Kafka. Su obra explora con fuerza simbólica la alienación, la culpa, el absurdo y la impotencia del ser humano frente a estructuras opresivas y sin rostro.

Sus escritos se convirtieron en referentes ineludibles de la literatura moderna. Kafka murió a los 40 años, dejando tras de sí una obra que, con dolorosa lucidez, retrata la crisis del ser humano contemporáneo ante un mundo que ha perdido sentido y compasión.

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Hay autores que escriben sobre su tiempo y otros que, sin quererlo, escriben sobre el nuestro. Kafka, sin duda, pertenece a este segundo grupo. Su obra, cargada de símbolos oscuros y atmósferas asfixiantes, no fue una denuncia política directa ni un manifiesto ideológico: fue una intuición de en lo que el mundo se estaba convirtiendo.

ADJETIVO

Hoy, un siglo después de su muerte, la palabra “kafkiano” ha dejado de ser adjetivo literario para convertirse en diagnóstico cotidiano.

El adjetivo se usa para describir situaciones, contextos o sensaciones que reflejan el estilo y los temas característicos de su obra. Por ejemplo, refiere situaciones ilógicas o irracionales, donde las reglas no tienen sentido y la persona se siente atrapada en una maquinaria burocrática o social incomprensible y aplastante.

También ilustra experiencias que generan una profunda ansiedad, impotencia o confusión existencial, como cuando alguien se enfrenta a instituciones impersonales, procesos judiciales sin sentido o normas gubernamentales incomprensibles.

Lo kafkiano suele reflejar una pérdida de control del ser humano sobre su destino, donde las estructuras sociales o administrativas parecen tener vida propia, y la persona se convierte en un objeto más. Lo kafkiano es aquello que desafía la lógica, agobia al individuo y expone la fragilidad del ser humano frente a sistemas injustos e impenetrables.

Kafka no fue un cínico. Fue, quizá, un místico sin dogma: alguien que presentía que debajo de esa maraña absurda y violenta había una pregunta sin resolver, una necesidad de justicia, de escucha, de sentido. Razón por la cual su obra no sólo nos incomoda, sino que nos revela.

SIMILITUDES

Kafka no necesitó prever la tecnología, el internet ni la inteligencia artificial para retratar el vértigo existencial que hoy vivimos. Le bastó con observar la creciente deshumanización de la persona frente a estructuras cada vez más impersonales. Kafka escribió para su tiempo, pero es, paradójicamente, el cronista más certero del siglo XXI.

Es verdad: vivimos en un mundo donde el ser humano debe lidiar con sistemas impersonales que deciden su destino sin rostro ni explicación. Llamamos al banco y nadie responde; acudimos a una oficina gubernamental y el trámite parece diseñado para despojarnos de dignidad; apelamos a la justicia, pero el proceso es tan lento y opaco que el castigo parece recaer sobre quien se atreve a pedir ayuda.

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El mundo de Kafka no es una distopía, no representa una situación imaginaria donde todo es lo peor posible: es, sencillamente, la realidad de la burocracia digital, el algoritmo opaco y la automatización generalizada de la indiferencia.

PROFETA

En el libro “El proceso”, el personaje Josef K. es arrestado sin saber por qué, juzgado sin entender los cargos y condenado sin explicación, perseguido por una justicia invisible e inalcanzable. Hoy, millones experimentan una forma similar de angustia: son evaluados por sistemas judiciales, gubernamentales y digitales igualmente opacos que no comprenden y donde los derechos parecen un laberinto de trámites, respuestas automáticas y protocolos sin rostro.

No hay culpables visibles. Solo estructuras. Personas calificadas por métricas que nadie les explica, vigilados por “inteligencias artificiales” que aprenden sin preguntar.

La deshumanización que Kafka temía ya no necesita de guardias ni jueces: basta con un formulario mal diseñado y una voz automatizada.

Kafka también anticipó la fragmentación del individuo, su pérdida de identidad en medio de estructuras que no lo ven como persona, sino como expediente. En su obra “La metamorfosis”, Gregorio Samsa despierta convertido en un insecto. La reacción de su entorno no es sorpresa ni preocupación, sino rechazo.

¿No ocurre algo similar cuando las personas pierden su “utilidad” productiva? Desempleados, adultos mayores o enfermos son tratados muchas veces como cargas. El valor humano queda subordinado a su función económica. Como Gregor, quienes ya no pueden trabajar, dejan de ser “deseables”.

Insisto, hoy, millones de personas despiertan cada día sin saber quiénes son para el mundo, reducidos a un número de empleado y a una curva de productividad.

La transformación kafkiana no es zoológica: es simbólica. Es el reflejo de una sociedad que ha perdido la capacidad de mirar al otro compasivamente.

En su libro “El castillo”, el topógrafo K. intenta sin éxito contactar con la autoridad que lo convocó. El castillo lo vigila, lo condiciona, pero jamás le da respuesta. Así se siente hoy el ciudadano frente a algoritmos, corporaciones y gobiernos que deciden sin explicar. ¿Por qué se me negó el crédito? ¿Por qué no me dieron la beca? ¿Por qué fue censurado mi contenido? La lógica kafkiana sigue viva: la autoridad existe, pero no suele dar la cara.

SISTEMA

Kafka normaliza lo absurdo. Lo mismo sucede hoy: Aceptamos elecciones absurdas, admitimos condiciones de trabajo deshumanizantes, burocracias asfixiantes y decisiones automatizadas sin exigir explicaciones. Vivimos, muchas veces, como si el sinsentido fuera parte del paisaje, fuera la vida misma.

Lo kafkiano ya no se manifiesta solo en oficinas gubernamentales grises, sino en las pantallas brillantes de nuestros dispositivos. Nos vemos inmersos en un sistema económico, comercial y social que sabe más de nosotros que nosotros mismos, que nos impide ver cómo se toman las decisiones sobre nosotros.

Un sistema poderoso e inmaterial nos controla quizá sin violencia, pero con eficacia, a través de incentivos invisibles y decisiones automatizadas y nos convierte en objetos de datos, en lugar de personas independientes y autónomas.

El mundo kafkiano se actualiza: ya no es solo el ser humano perdido en los pasillos de un ministerio inexpugnable, sino el ciudadano moderno que, sin saberlo, está siendo rastreado, categorizado, predicho y moldeado, mientras las plataformas aseguran que “todo es por nuestro bien”.

VISIONARIO

Estoy convencido que Kafka no fue un pesimista, sino un visionario que nos dejó una advertencia: cuando el ser humano deja de cuestionar lo inhumano, lo absurdo se institucionaliza, y lo injusto se vuelve cotidiano.

Su literatura, tan incómoda como vigente, nos interpela con una sola pregunta: ¿nos estamos convirtiendo en personajes kafkianos sin darnos cuenta?

NUEVO CAPITALISMO

La académica Shoshana Zuboff en su libro “El capitalismo de vigilancia”, plantea que hemos entrado en una fase del capitalismo donde el recurso principal ya no es el trabajo ni el capital, sino los datos conductuales.

Las plataformas digitales (Google, Facebook, Amazon, entre otras) no solo recolectan información sobre lo que hacemos, sino que infieren lo que pensamos, lo que sentimos y lo que probablemente haremos. A esta extracción masiva y no consensuada de datos Zuboff la llama “expropiación conductual”.

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Estos datos son transformados en productos de predicción que permiten a las empresas anticiparse al comportamiento humano e incluso influir en él.

LUCHA

Este modelo, profundamente asimétrico, se sostiene en tres pilares: la captura silenciosa, en donde los usuarios no somos conscientes de que estamos siendo observados ni de cómo se usan nuestros datos; la automatización opaca, en donde los sistemas deciden por nosotros sin explicarnos por qué y, por último, la privación de soberanía, en donde no controlamos nuestra privacidad ni nuestras elecciones, pues el sistema se anticipa a nuestras respuestas y las moldea.

Este capitalismo es la metamorfosis kafkiana actualizada, que se manifiesta en el diseño algorítmico de la vida digital, un sistema que opera sin rostro humano, pero con un vigor aterrador. Zuboff no solo nos alerta del peligro, sino que ofrece una lectura contemporánea del legado kafkiano: la lucha por la autonomía, la dignidad y el derecho a decidir sobre nuestra propia experiencia.

En un mundo totalmente kafkiano, donde los datos y el control valen más que las decisiones humanas, resistirse es recuperar el sentido de la vida, es reconquistar la conciencia, es una forma de no desaparecer. Por ello, resistirse se ha convertido en un acto ético.

Ante el abismo de la deshumanización tecnológica, defender el derecho a decidir, a pensar, a equivocarse y a sentir por uno mismo es quizás la forma más radical de libertad.

cgutierrez_a@outlook.com

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