Cinema para aviso (II)

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En aquellos años las mujeres vestían nomás de negro y de gris, con blusas blancas. ¿Por qué vestían así? Puede uno incurrir en un estudio sociológico, pero tan peligrosa tentación jamás conduce a nada. Don Miguel de Unamuno, por ejemplo, escribió un largo ensayo para explicar desde el punto de vista psicológico por qué los campesinos castellanos vestían de gris en tanto que los vascos usaban ropa azul. Era cosa de su temperamento, dijo, y del paisaje. Un fabricante de telas envió una carta al periódico donde Unamuno publicó su sesuda disquisición. Los de Castilla vestían de gris, aclaró, porque gris era la lana de sus ovejas, que hilaban sin teñir. Los vascos iban de azul porque pintaban el lino con tinte de ese color, el más barato.
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Entre nosotros las mujeres vestían de gris o negro porque siempre andaban de luto, o de medio luto cuando les iba bien. La muerte aun del pariente más lejano las obligaba a vestir así. Uno de los primeros lugares en donde esa costumbre empezó a desacostumbrarse fue Sabinas Hidalgo, Nuevo León. Alguien fue “al otro lado” y regresó con un cargamento de telas de todos colores: verdes, azules, amarillas, rojas, moradas, color de rosa y de tonos cuyos nombres ni siquiera se habían escuchado nunca, como el beige o el chedrón. Puso ese señor a su consorte a hacer vestidos con aquellas telas, y aquello fue un suceso: ya ninguna mujer quería vestir ropas opacas, sino hechas con telas de aquellos colores luminosos que tan bien lucían bajo el sol refulgente de la tierra. Y de ahí p’al real: hasta la fecha Sabinas sigue siendo emporio del vestido a donde van muchas señoras a surtirse.
Conservó viejos usos la ciudad. Don Eleazar Cavazos, dueño del cine de Sabinas, salía por la calle manejando un “carro de sonido” para anunciar la película del día. Sentada a su lado iba doña Lolita, su señora. Decía por el magnavoz don Eleazar:
-Hoy, dos funciones, tarde y noche. En la pantalla, la formidable película de la Metro Goldwyn Mayer titulada: “Amor en invierno”, con Clifton Webb y Myrna Loy. No se pierdan esta dramática historia de un hombre casado y con hijos que se enamora de una jovencita. La muchacha, coqueta, va envolviendo en sus redes al pobre hombre, que está a punto de dejar por ella a su familia. Hay una escena muy fuerte en que la esposa le reclama a su marido. Él le contesta que no puede mandar en su corazón, y ella, llorando, le pide que se vaya. Pero entonces llega la hija mayor y...
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En ese punto lo interrumpía doña Lolita:
-Cheo -le suplicaba tirándole la manga-. Ya no digas lo demás. Si cuentas el final luego nadie va a ir.
A la entrada de Sabinas -o a la salida, según el viajero vaya o venga- había una enorme casa semejante a algunas de las que construyeron frente a la Alameda, allá por los cuarenta, los ricos de Saltillo; una residencia de ésas estilo californiano cuya moda impuso en Hollywood el periodista William Randolph Hearst y que aparecen en películas como “El ciudadano Kane” o “¿Qué fue de Baby Jane?”. Pertenecía la tal casona a una familia que vino a menos, muy a menos. No quisieron renunciar sus habitantes a la casa, que empezó a entrar en ruina. Los muros se agrietaron; los techos del piso alto se cayeron. Conforme avanzaba la decadencia los moradores de la casa se fueron moviendo de una parte a otra de la vasta mansión, hasta que todos -tres- quedaron confinados en una sola habitación, la cochera de la casa. Ahí tenían estufa, camas, todo... Sic transit gloria mundi.