Comedia roja

Opinión
/ 7 diciembre 2025

Por: Ian Santiago Treviño Almaguer

Era la primera vez que presenciaba un stand up tan silencioso. Nadie se reía del comediante. Bueno, llamarlo así es demasiado. Era noche de micrófono abierto y el aspirante a humorista se subió sin pensar.El silencio era abrumador y hacía que el tipo caminara de un lado a otro sin mirar por dónde pisaba, aunque también iba cegado por la fuerte luz que apuntaba hacia el escenario.

Víctima del palomazo, contaba un chiste tras otro sin causar impacto alguno. Sólo se escuchaba el murmullo de la oscuridad que lo rodeaba ahí arriba hasta que se oyó un cristal roto. Alguien le lanzó una copa de vino que le mojó la mejilla. Indignado por el cóctel tan barato en su ropa, el standupero giró la cabeza para defenderse, pero fue sorprendido por una lluvia de objetos, acompañada de abucheos e insultos. Quiso abandonar su sitio; pero uno de los escalones se partió en dos, haciéndolo tropezar.

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El golpe seco desató una ola de risas entre los clientes ocasionales.

Aquel incidente dio un giro a su espectáculo y a su pésima racha: el chico empezó golpearse y tropezarse a propósito. Me recordó a la gracia física de Chespirito. Sería un humor blanco, si no fuera la sangre salpicada en el piso. Aunque sus caídas eran actuadas, los golpes seguían siendo reales.

La gente reía cada vez que él se hacía daño en un impulso genuino por alcanzar la cima de su arte.

El tipo tomó una taza de cerámica y la estrelló contra su cabeza. Los fragmentos se esparcieron por el suelo y aumentó la algarabía de todos. No sé qué pasaba por su mente; pero al ver que las personas se quedaban sin aire por su culpa levantó un trozo de vidrio para cortarse las muñecas. Mientras su vida comenzaba a dibujarle líneas escarlatas en ambos brazos, el público se doblaba de dolor de estómago en su silla. No podía contener el aliento.

No me di cuenta en qué momento el joven comediante sacó un cuchillo, pero tenía uno a su disposición. Aún se veía cierta duda y miedo en él. Incluso sus manos temblaban, luego su rostro se convirtió en una expresión decidida; sin embargo, como si fuera lo más natural del mundo, el tipo mutiló su nariz y ahora sólo quedaba un orificio oscuro del cual brotaba un chorro burbujeante. Aun así, ignorando la horrible sensación, levantó una cereza del suelo y la colocó en el hueco de su cara, como si fuera una nariz de payaso.

El salón entero estalló en carcajadas.

Era un bufón que haría lo que fuera por un aplauso y, aparentemente, su cuerpo no sería el límite. Primero se sacó el ojo derecho con una cuchara como si fuera una bola de helado. Esta parte del acto casi me hizo vomitar. Quería apartar la vista y, pese a todo, seguí observando. Me preocupé por él, pero no paraba de sonreír; todos lo hacían. No sé por qué continuaban disfrutando un sketch tan enfermizo.

Después de haberse torturado bastante por una hora, el sitio volvió a quedar en silencio. La gente ya parecía agotada de reír observándolo; en tanto él bailaba claqué cubierto de sangre. De lejos era una silueta completamente roja. De cerca, una piltrafa humana. Le faltaba un ojo, su piel colgaba en jirones de algunas partes y con el último corte había desprendido sus labios, exponiendo su dentadura para siempre.

Para el gran final del show, pidió prestado otro cuchillo al bartender y con una calma escalofriante zafó de un tajo su propia mano. El standupero se agachó a buscarla y la recuperó en dos intentos. Enseguida, agitó la mano cercenada de un lado a otro para despedirse de su público y se desmayó.

Nadie más rió. La gente vio el cuerpo tirado y se marchó sin demora. Nadie recomendó al standupero ni el bar. Merecía una ovación de pie y sólo recibió la atención del intendente y su pala.

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En cambio, yo nunca vi a nadie igual en mis treinta años de carrera como buscador de talentos; pero ¿ahora había que recogerlos en pedazos? ¿O sólo eran piezas de repuesto? Tal vez, entre sus restos, haya partes buenas que le hagan olvidar el bastón a El Cojo feliz o la ceguera a Ojitos de huevo.

El micrófono abierto cada vez resulta más exigente.

IAN SANTIAGO TREVIÑO ALMAGUER (Cuatro Ciénegas, Coahuila). Estudiante de primer semestre del CBTa. No. 22, es miembro reciente del taller literario “Ficciones desde el desierto” y hace su debut en Vanguardia con este relato, que ganó el IX Concurso para Relato de Terror 2025 en octubre pasado. Ian tiene un gran interés por leer y crear historias. Se unió al círculo de lectura para aprender y publicar también en la revista anual del club, La Tamalera.

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