Cuentos del fogón
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Logró purificarse el ermitaño en tal manera que llegó a tener la convicción de que había alcanzado el culmen de la santidad... Sucedió que un día San Pedro visitó al ermitaño en su covacha
Don Ramón Menéndez Pidal leyó 60 mil libros a lo largo de su vida. A lo ancho no sé cuántos leería, pero supongo que fueron también muchos. Yo conocí la biblioteca de ese sabio señor: pedía uno cualquier volumen, al azar; lo abría, y estaba lleno de anotaciones de puño y letra de su dueño. ¡Cómo leyó don Ramón! Y sin embargo sus últimas palabras fueron éstas, dichas minutos antes de morir (si las hubiera dicho minutos después de morir habrían cobrado mayor significación):
–¡Qué lástima! ¡Cuando me quedaban tantos libros por leer!
En mi juventud leí bastante. Claro, también hice otras cosas aparte de leer. Recuerdo mucho de lo que leí, pero de lo que hice he olvidado lo que me conviene. Vivir toma más tiempo que leer. (Y con el precio que ahora tienen los libros a lo mejor sale más barato).
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La semana pasada leí en los aeropuertos y el hotel una obra de don Ramón Menéndez, “Estudios Literarios”. La leí porque contiene un ensayo sobre “El condenado por desconfiado”, un tremendo drama teológico de Tirso de Molina. He leído esa obra tres o cuatro veces y nunca la he entendido. Trata de la predestinación o algo así. O del libre arbitrio o algo así. O de la fe o algo así.
A mediados del pasado siglo la obra fue representada aquí, en el salón de actos anexo al templo de San Juan Nepomuceno. La dirigió doña Emma Fernández de Rodríguez, cuyo nombre –hasta donde sé– no ha recogido ninguno de los investigadores de la historia del teatro en Saltillo.
Menéndez Pidal buscó las fuentes populares en que Tirso de Molina se inspiró para escribir su drama, y encontró una historia que me gustaría compartir contigo.
En un áspero monte vivía un ermitaño entregado a la penitencia y la oración. Se imponía a sí mismo toda suerte de mortificaciones y castigos, pues así se libraba de las tentaciones que lo acometían. (Yo no me impongo castigos ni mortificaciones, y sin embargo las tentaciones ya no me acometen). Logró purificarse el ermitaño en tal manera que llegó a tener la convicción de que había alcanzado el culmen de la santidad. (Esa palabra, “culmen”, se usaba mucho en los seminarios de antes, y significa sencillamente cumbre).
Sucedió que un día San Pedro visitó al ermitaño en su covacha. San Pedro, ya se sabe, viene de vez en cuando al mundo a ver cómo andan las cosas por acá, y luego le presenta un informe a Nuestro Señor. (En su último reporte México salió del asco). El ermitaño le preguntó si sabía de alguien que fuera más santo que él.
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San Pedro le dijo que sí, que conocía a un hombre que lo superaba considerablemente en santidad.
–¿Ah sí? –preguntó amoscado el eremita–. ¿Quién es ese hombre?
Pensó el anacoreta que San Pedro le iba a decir que ese hombre más santo que él era el Papa, o algún cardenal o arzobispo, o por lo menos algún obispo, o ya de perdido un cura. No fue así. Le respondió el apóstol:
–Ese hombre más santo que tú es un herrero.
–¿Ah sí? –volvió a decir el ermitaño, que por su alejamiento del mundo había perdido vocabulario–. Pues me gustaría conocerlo.
–Lo conocerás, si quieres –le dijo el de las llaves–. Se llama Fulano, y vive en el pueblo tal.
Al día siguiente el ermitaño emprendió el viaje para buscar al hombre que lo excedía en santidad. Mañana lo alcanzaremos nosotros.
(Continuará)