Donald Trump y el destino de la democracia

Opinión
/ 12 noviembre 2024

La pandemia nos enseñó que damos demasiadas cosas por sentadas, como nuestras libertades más elementales, nuestra forma de relacionarnos y nuestra economía.

Y será porque nuestras sociedades y modelos económicos resistieron ejemplarmente bien (pese a la catástrofe que 13 o 15 millones de vidas representan) que muchos no parecen haber aprendido absolutamente nada, aunque no significa que otra contingencia similar o peor (de la misma naturaleza o de otra completamente distinta) pueda acaecer en cualquier momento.

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No obstante, hay muchas otras cosas que hacen nuestra vida mucho más llevadera que la de un campesino medieval, cuya existencia era una sucesión de desgracias hasta su muerte a la avanzada edad de 32 años, no sin antes haberse asegurado de dejar por lo menos un descendiente que lo relevase en el ciclo eterno de miserias y sufrimientos.

Por una peregrina idea que se reaviva en cada choque generacional, mucha gente vive convencida de que todo tiempo pasado fue mejor: “Entonces, sí todo era mejor hace unas décadas cuando yo era jovencito; en consecuencia lógica el mundo era un paraíso varios siglos antes de que yo naciera”.

¡Por supuesto! ¡Claro! No veo fallas en su lógica,

¡Pues no, imbécil! El mundo era infinitamente más duro, la existencia más breve, las posibilidades de acceder a algo parecido a la felicidad (o tan siquiera de dedicarnos a algo que nos gustara) eran mínimas, prácticamente nulas.

El amor, ese mismo amor que tantas penurias le ha hecho pasar en la vida, tampoco era una prerrogativa, lo más probable es que le arreglaran un matrimonio con una persona que con suerte aprendiera a tolerar con los años y de la que nunca podría deshacerse hasta que uno de los dos tomara la original iniciativa de morirse.

Y desde luego, nuestra condición civil sería más bien parecida a la del ganado, ya sea bajo alguna monarquía o bien, bajo un gobierno postrevolucionario improvisando algún sistema de gobierno a veces con resultados más bárbaros y tiránicos que el propio imperio al que derrocaron.

¡No, señor, señora, señorite! Con todo y sus múltiples y gravísimos defectos vivimos en el mejor de los mundos posibles. Sí, incluso al día de hoy (sí, incluso bajo esta chairocracia de mierda que amenaza con extenderse por todo el planeta, como el vitiligo sobre Michael Jackson).

Que hay carencias muy agudas en zonas específicas del mundo, que la cobertura sanitaria y de servicios básicos no es total, que muchos países viven bajo teocracias atroces en donde te ejecutan por ser mujer y desobedecer alguna normatividad estúpida o por salirte de lo que su pensamiento religioso considera “la norma”, de acuerdo.

Aun así, jamás el mundo alimentó a tanta gente, educó a tantos niños, ni proveyó de servicios salubres a tantos millones de seres humanos. El reto para cubrir la porción que nos falta sin terminar de cargarnos al planeta en el intento, no es fácil. Pero, aunque le cueste muchísimo creerlo, vamos ganando la batalla.

Le insisto, sin embargo, que todo lo anterior no significa que podamos dar las conquistas por ganadas a perpetuidad. Hay enfermedades que ya parecían erradicadas que están regresando porque, paradójicamente, ahora que tenemos mucho más acceso a la información, también los bulos llegan masivamente a esa población, y hoy en consecuencia hay una buena porción de la humanidad que pone en duda la efectividad y la importancia de las vacunas.

Y basta con que uno solo de esos cabezas huecas antivacunas llegue al poder para que recorte el gasto en esta área imprescindible del gasto social. Y, sin embargo, ello ya ocurrió en nuestro propio País durante el pasado sexenio de un viejito necio de amargo recuerdo, cuyo nombre no deseo de momento hacer mención.

Otra de las cosas que han hecho llevadera nuestra existencia reciente (los últimos 170 años quizás, de los 200 mil que llevamos como especie) son las conquistas civiles y la democracia. Las revoluciones, como ya dijimos, sólo sirven para derrocar a un tirano y poner a otro peor, con botas de militar y ganas de fusilar gente. Pero cuando se conquista algo por la pacífica vía de la voluntad popular y el consenso, digamos, el voto femenino y la igualdad de derechos, hablamos de logros mucho más perdurables.

Así la democracia, que es imperfecta, falible, frágil, decepcionante en la gran mayoría de los casos, pero para la cual no existe ninguna alternativa. De momento ninguna inteligencia humana, divina o extraterrestre nos ha podido iluminar con un mejor sistema que el democrático, mismo que por cierto tampoco podemos dar por sentado porque al día de hoy está también en riesgo.

¡Me lleva la chin...! ¿Entonces de veras que no podemos sentir que nada es nuestro, inherente a nuestra existencia, ganado a perpetuidad?

¡Pues no! Ni los derechos humanos, ni la democracia, ni las libertades civiles se han consolidado lo bastante en la consciencia humana como para considerar que son parte de nuestra definición.

La victoria de Donald Trump constituye una amenaza para la democracia de la nación hegemónica, sin cuyo paradigma, otras democracias más jóvenes e incipientes quedan a la más completa deriva.

Pareciera que por primera vez en la Historia, México se adelantó a los Estados Unidos, pues nosotros estamos decididamente más avanzados en el proceso de desmantelamiento de nuestra democracia, mientras que Trump se la tiene cantada al Poder Judicial y al sistema electoral apenas para ahora que entre en funciones. Pero no olvidemos que Trump va a reasumir sólo un proceso destructivo que inició con su primer periodo.

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Empero, la disolución del Estado de derecho y de valores democráticos en la superpotencia nos dejará a nosotros a merced de la ejecución que despiadadamente están llevando a cabo los verdugos Noroña, Monreal y Adán Augusto, con el respaldo de todo su séquito y de una mayoría ciudadana políticamente iletrada.

Y si Harvard se rio del nuevo modelo judicial propuesto por la 4T, pronto dejará de hacerlo, no porque les hayamos podido demostrar que estaban en un error, sino porque estarán demasiado preocupados por lo que ocurra en su propio país.

El destino de la democracia en el llamado mundo libre −es decir, el mundo en donde no gobiernan tiranos vitalicios o teocracias sanguinarias− está ligado a la democracia de los Estados Unidos. Y en este momento en particular, nuestra propia democracia está muy condicionada por la suerte que corra al otro lado de la frontera norte, bajo el segundo mandato del siniestro Donald Trump.

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