Entre el apoyo gubernamental y la falta de alternativas
En México, ser artista de tiempo completo oscila entre lo difícil a lo casi imposible. Los que logran tal hazaña –especie rara – se concentran mayormente en la capital del país; en el resto de los casos, a veces la actividad artística es complementada por la docencia, la investigación o algún puesto gubernamental; en muchos otros se tienen empleos fuera del rubro que permiten garantizar las condiciones para financiar la actividad artística. Ser artista en México con frecuencia es pagar por serlo.
Desde la perspectiva laboral, lo que abunda en el sector artístico mexicano son las carencias. En un país en el que la regla es la falta de recursos, de fuentes de trabajo, de condiciones de trabajo dignas, de seguridad social, es normal preguntarse si alguna vez será posible pensar en las artes escénicas mexicanas como un sector económicamente autosustentable, no se diga lucrativo.
En la actualidad, las artes son mayormente sustentadas por programas gubernamentales. El artículo 4º de la Constitución Mexicana establece que el estado tiene la responsabilidad de garantizar el acceso a la cultura, por lo que suelen existir apoyos económicos para la producción de espectáculos en los diferentes niveles de gobierno. Si la cantidad de apoyos son suficientes y, sobre todo, si son distribuidos de manera adecuada es algo que tiene que ser revisado –la mayoría de los artistas dirán que ni uno ni lo otro– pero lo cierto es que, por más extraño que nos parezca a los creadores nacionales, muchos artistas extranjeros suelen mencionar que nuestra situación es “envidiable”, vaya, que en otros países ni los pocos, insuficientes y mal distribuidos apoyos existen.
Es en parte por los mencionados estímulos y en gran medida por la insistencia de los creadores, que la escena artística en México se mantiene, aunque no de la manera más óptima y mucho menos saludable. Habría que preguntarse qué hace falta para que el sector evolucione.
Algunas voces dicen que el asumir la obligación del gobierno en el apoyo a la cultura ha provocado que no se busquen otras alternativas que hagan del funcionamiento de las artes escénicas algo más próximo a un negocio real, uno que busca el lucro y por lo tanto se sostiene del consumo del producto que ofrece. La cuestión es, ¿qué tan saludable es mirar al arte como comercio? y ¿esa visión es capaz de generar proyectos que sean necesarios además de un arte deseado por el espectador?, ¿que sucedería con la variedad de opiniones expresadas en el arte hoy, si éste necesitara ser vendible para existir?
Más allá de los contras, es cierto que una actitud que depende de las becas y estímulos para generar proyectos no es lo más proactivo y puede habernos sumido en una cierta “comodidad”, si es que así puede llamarse a la situación de precariedad que se vive. Muchos proyectos que podrían valer la pena terminan en el cementerio de los borradores debido a que nunca llegan a ser uno de los pocos elegidos para una beca y porque sus creadores no cuentan con el conocimiento o las opciones reales para buscar algún otro modelo de producción. Ni hablar del hecho de que muchas de estas becas son otorgadas por medio de un proceso de evaluación que implica la capacidad de poner en papel el plan de realización de un arte que no puede ser contenida efectivamente con el solo uso de la palabra.
Para salir de la llamada comodidad de la que se les acusa a los artistas, éstos tendrían entonces que generar productos que fueran altamente comerciables en un país que no tiene el público para consumir la totalidad de espectáculos que se ofrecen porque la cultura de ir al teatro no se promueve. Podrían también recurrir a donaciones, pero para que esa posibilidad sea realmente atractiva es necesaria la constitución legal de una compañía, lo que exige una inversión que no todos pueden costear. Implica, también, tener los contactos con el interés y el dinero para financiar el arte, pero en un país en el que el interés por la misma es tan poco, ¿cómo se sale del dilema?