Fortalezcamos lo que nos une

Opinión
/ 15 noviembre 2025

Yo no comparto la idea de que las palabras se las lleva el viento, me parece que muchas palabras se quedan en la memoria del corazón y también en la de la cabeza, aunque cuando se llega a viejo esta segunda se nos vuelva enjuta. Hay palabras tan bellas, conversaciones tan intensas, que se quedan para siempre en nosotros, con nosotros. Son parte de nuestra vida, de ahí el apego a evocarlas, y esa es una manera de sentir de nuevo.

Cuando se comparten se abre una puerta, deja uno de hablar para uno mismo, y entonces ocurre una magia maravillosa, se tiende un puente y por él se transita y se van festinando las coincidencias, y se aprende a escuchar las voces distintas y se descubren horizontes nuevos, y se crece como persona, y entiendes la relevancia de serlo, y te mentalizas de la dignidad que implica, y del respeto que te debes y debes a los demás porque para eso poseemos una naturaleza gregaria.

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Y es fascinante el devenir cotidiano transitando por una senda en que te vas encontrando tantas cosas en común. Así entiendo la historia de los pueblos de la tierra, así entiendo la historia de mi tierra, se hace entre todos, se crea y recrea de ascendientes y descendientes, así se entrelazan las generaciones, se bordan las tradiciones que engloba nuestra cultura, lo que somos, lo que nos arraiga, lo que nos define, nos explica, lo que nos hace singulares en cada rincón de la tierra.

Nuestra tierra, México, es vasta, policroma, con todos los acentos que la forman, tiene la delicia salada del mar que besa sus dos costas, la dulzura de los ríos que la cruzan de norte a sur, de este a oeste, montañas imponentes en sus sierras madres, valles floridos en los que se recrea la naturaleza, selvas húmedas pobladas de fauna y de misterio en las que crecen manglares, palmas, helechos, cafetales, y tenemos también desiertos y dunas... Es precioso nuestro país, rico en paisajes fabulosos.

Y tenemos historia que contar, que decir, que compartir. Nuestro pasado mesoamericano deslumbra con su riqueza traducida en las zonas arqueológicas que se alzan en Yucatán, en Chiapas, en Tabasco, en Oaxaca, en Veracruz, en Hidalgo, en Teotihuacán. Y luego la fusión de dos culturas vaciada en los templos, en los conventos, en las bibliotecas, en las plazas, en las artesanías, en la música, en las letras, en la religión, en la lengua... El advenimiento de una nación que se hizo con guerras, con dolor, con llanto, con hombres y mujeres bragados y echados para adelante. México se acuñó con repúblicas centralistas y federalistas, con encuentros y desencuentros, con guerras civiles, con invasiones de allende los mares y otros más cerquita, y tuvimos de todo, mentes pensantes y obtusas, espíritus grandes y otros más mezquinos que la roña. Dos dictaduras, revolución y post revolución. De la encomienda a la hacienda, del latifundio al reparto de tierra, ejido y pequeña propiedad. Siglos XIX, XX y XXI. Y aquí estamos, con 25 años de la nueva centuria, y seguimos transitando, buscando, definiendo a la patria en la que nos tocó nacer.

Tenemos el deber de abrevar en lo que nos une, privilegiar la cultura en común, la identidad en lo nuestro, necesitamos fortalecer el sentimiento de comunidad y pertenencia, la unidad por la vía de los valores y los ideales compartidos. Hay elementos que debemos de priorizar, como es nuestra historia, el pasado que nos cuenta victorias y derrotas, el relato colectivo que no explica y nos une. También las costumbres, las tradiciones, las creencias compartidas, la gastronomía tan rica de cada región de nuestra casa grande. El espacio geográfico que compone nuestro territorio y que nos conecta al lugar en que vivimos. Los símbolos patrios: la bandera, el himno nacional, el escudo, la lengua con las que nos comunicamos y nos entendemos como integrantes de esta nación.

Esto es lo que nos da identidad y sentido de pertenencia, es esto lo que tenemos que ponderar, apreciar, cuidar. Una nación no es solo un montón de gente que vive en equis espacio. No, una nación es un mundo de raíces, de historias y de intereses diversos, con ideas distintas –no es pecado- con visiones que no necesariamente son las mismas –se vale. No la componen individuos hechos en serie, diseñados como robots. Una nación es tal y se fortalece cuando en medio de toda esa diversidad se tiene la convicción compartida de la disponibilidad al diálogo y al entendimiento, porque no hay otra forma más civilizada de hacer comunidad.

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En una nación que se precie de serlo, no hay exclusiones, todos cabemos y tenemos el deber de aprender a vivir en armonía, es sentido común. Si no se parte de este entendido nos condenamos a la desavenencia, a la discordia consuetudinaria, al divisionismo estúpido que solo fortalece a los que lo alimentan en nombre de patrañas e ideologías manidas de resentimientos, de odio y de poder por el poder mismo. Y entonces se pudre el tejido social, y ya no somos nación. Nos perdemos en la debacle de la violencia en todas sus deleznables formas, y a quienes daña, con más saña, es a los más débiles, porque los esclaviza y los somete a los caprichos del titiritero escondido en la fachada de probidad, desde la que se “vende” como dueño de la verdad absoluta.

Seamos generosos entre nosotros. Una nación fragmentada es muy vulnerable. La patria es de todos. Privilegiemos cuanto nos une, y vaya que existe ese caudal. Hablemos con honestidad entre nosotros. Hablando -reza el adagio de hace muchos ayeres– se entiende la gente. Nosotros somos personas, que no se nos olvide nunca.

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Columna: Dómina. Nacida en Acapulco, Guerrero, Licenciada en Derecho por la UNAM. Representante ante el Consejo Local del Instituto Federal Electoral en Coahuila para los procesos electorales.

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