Historia de un aire (II)
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Don Chemo, ya lo dije, era capaz de peerse cuando quería. No le envidio esa habilidad −otras más útiles existen−, pero recuerdo un aforismo de salud que dice: “Aire por atrás, nomás el que sale es bueno”, y no puedo menos que sentir cierta admiración por el hecho de que aquel señor pudiera sacar los aires de su estómago cuantas veces le viniera en gana, y en el momento que quisiera. “Semen retentum venenum est”, dice otro proverbio salutífero. “El semen retenido es un veneno”. Pues bien: los aires estomacales que no salen son también nocivos para el cuerpo. Así las cosas, don Chemo debía dar gracias al Cielo por aquel prodigioso don, el de poder expeler los gases corporales según su voluntad.
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Cierto día don Chemo fue contratado por un grupo de jóvenes que le ofrecieron un tostón a cambio de que lanzara uno de sus estrepitosos vientos cuando pasaran junto a él dos damas muy presumidas, madre e hija, que hacían a esos muchachos objeto de desdén. Las esperó don Chemo en una esquina y, en efecto, cuando pasaron a su lado dejó salir un formidable trueno que debe haberse oído por lo menos hasta Arteaga o Ramos. Las dos mujeres se indignaron por aquella sonora majadería.
-¡Viejo cochino! −exclamó hecha una furia la señora.
-¡Pelado sinvergüenza! −gritó la hija.
Los muchachos, que habían visto –más bien dicho escuchado− aquello desde prudente distancia, soltaron la risa ante la indignación de las mujeres, y éstas se fueron, humilladas y ofendidas, procurando mantener la dignidad.
Todo habría terminado ahí si no es porque en la esquina siguiente se hallaba un policía espantándose las moscas. Lo vieron las mujeres, fueron hacia él y le contaron la vergüenza que las había hecho pasar “aquel viejo pelado que está allá”. Antes de que don Chemo se diera cuenta de lo que sucedía ya el gendarme lo llevaba camino de la delegación.
Ahí el agente del Ministerio Público atendió la denuncia de las mujeres. Tras oírlas quiso saber si el inculpado tenía algo que alegar en su defensa.
-Se me salió, licenciado −adujo don Chemo, ya asustado por el curso que habían tomado los acontecimientos.
El funcionario desechó de plano su argumentación. Dictaminó solemnemente que una pluma podía salirse, sí, contra la voluntad de la persona; pero una flatulencia así, tan fragorosa como la que era objeto de la denuncia, no podía ser resultado sino de dolo o intención culpable. Condenaba, pues, a don Chemo a pagar una multa de 5 pesos.
-¿5 pesos por un pedo? −clamó, desolado, el infeliz−. ¡Pero, señor licenciado; no tengo ese dinero!
Y al decir eso maldecía en su interior contra el gendarme, el delegado, las mujeres y los muchachos que en tan grave aprieto lo tenían metido.
-Pues si no paga usted la multa −sentenció el juzgador−, serán cinco días de cárcel y fajina.
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La fajina era la cuerda de presos que el municipio sacaba por las mañanas a barrer las calles. Mal de su grado desató don Chemo el paliacate donde solía guardar su dinero, y mascullando pestes pagó la draconiana multa.
Se dispuso en seguida a retirarse. Pero en la puerta se volvió hacia el delegado y el gendarme y les gritó con estentórea voz:
-¡Pero voy a juntar dinero, desgraciados, y volveré aquí para echarles uno de 50 pesos!