‘La escuela es nuestra’, ¿otra historia de fracaso?
En el caso del programa ‘La Escuela es Nuestra’, diversos testimonios dejan claro que el remedio empleado ha resultado peor al problema que se buscaba combatir
Una de las líneas discursivas más utilizadas por el presidente Andrés Manuel López Obrador, a lo largo de su sexenio, ha sido afirmar que el intermediarismo en la aplicación de recursos gubernamentales es la causa raíz de la corrupción y por ello debía eliminarse.
A partir de dicha premisa se cancelaron múltiples programas sociales, se eliminó el presupuesto destinado a organizaciones de la sociedad civil y se crearon mecanismos para que “el dinero llegue directo a la gente”. Todo en aras de una −presunta− mayor eficacia en el uso de los recursos públicos.
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Uno de los rubros en los cuales se instrumentó dicha política es el relativo a los fondos asignados a planteles educativos −esencialmente de educación básica− para su mantenimiento y rehabilitación. Así surgió el programa “La Escuela es Nuestra” que, en teoría, tenía el propósito de “empoderar” a los padres de familia y mejorar así los resultados.
La investigación que hoy publicamos en Semanario, el suplemento de investigación periodística de VANGUARDIA, documenta cómo los resultados obtenidos, al menos en algunos planteles de la Región Sureste de la entidad, están lejos de la expectativa del referido programa.
No debe extrañar que así sea, pues lo que se ha hecho al entregar el dinero directamente a los padres de familia es profundizar una estrategia largamente usada en el pasado y que traslada las responsabilidades públicas a los particulares: convertir a los padres de familia en administradores de recursos públicos.
No está mal y eso debe decirse con toda claridad, que los padres de los alumnos participen en el proceso de discusión y decisión de las prioridades e incluso que realicen labores de vigilancia de la ejecución de los recursos. Pero eso es distinto a convertirlos en responsables de los proyectos.
También debe decirse, desde luego, que la burocracia estatal −la de los tres órdenes de gobierno− ha sido largamente incompetente en dotar de efectividad a los proyectos que tienen como propósito mejorar las instalaciones físicas de las escuelas. Tampoco son infrecuentes los casos de corrupción en torno a dichos proyectos.
Pero así como no resulta una fórmula adecuada para combatir la rabia el matar indiscriminadamente a los animales portadores del virus, eliminar los estratos intermedios de la administración pública no es una estrategia eficaz −ni deseable− para combatir la corrupción.
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Los testimonios que recoge el reportaje de Semanario constituyen evidencia puntual de la afirmación anterior. Los casos en los cuales el remedio ha resultado peor a la enfermedad dejan claro cómo la respuesta a la perversión de las políticas públicas no puede ser la eliminación de estas.
La experiencia registrada a lo largo de este sexenio tendría que ser prueba suficiente de cómo el facilismo discursivo con el cual se han enfrentado problemas complejos no arroja mejores resultados y por ello tendría que registrarse una rectificación profunda en este tipo de políticas.