La utilidad de lo inútil
En 2015, el Ministerio de Educación de Japón envió una carta a más de sesenta universidades públicas del país recomendando eliminar o reducir las facultades de humanidades y ciencias sociales, por considerarlas “menos útiles” para las necesidades prácticas del mercado laboral. La medida se convirtió en símbolo de una tendencia global: subordinar el conocimiento a la lógica del mercado, despreciar lo que no genera beneficios inmediatos y reducir la educación superior a una fábrica de competencias técnicas.
NO SE TRATA
Pero esta visión empobrecida del saber no es nueva. Ya Ernesto Sabato, en su libro La Resistencia, había advertido que el gran drama de nuestra época no sería tecnológico ni económico, sino ético y humano. Denunció la transformación del ser humano en pieza descartable dentro de un sistema que idolatra la eficacia y desprecia la fragilidad.
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“No se trata de salvar al mundo —escribió— sino de salvar la dignidad del ser humano”. En una sociedad que mide todo por su utilidad, Sabato nos invitó a resistir con la palabra, con la belleza, con la compasión y con la cultura como último refugio de la condición humana.
Por su parte, Zygmunt Bauman también lo dijo: vivimos en una modernidad líquida donde todo es fugaz y funcional, incluso el conocimiento. La cultura ya no se cultiva: se instrumentaliza. La pregunta ya no es “¿qué sentido tiene esto?”, sino “¿para qué sirve?”.
Lo “útil” se ha vuelto el nuevo dios. Lo que no produce, lo que no vende, lo que no suma valor de mercado, es relegado al olvido. Así, asignaturas como literatura, filosofía, historia del arte o ética, son vistas como reliquias románticas. Y, sin embargo, es allí —precisamente allí— donde se juega la posibilidad de seguir siendo humanos.
Simon Leys, en su ensayo La felicidad de los pececillos, así lo expresa: “El propósito de una educación verdadera no es formar empleados para las empresas, sino hombres y mujeres libres”.
Me temo que esas escuelas y universidades que intentan operar como empresas —convirtiendo a los alumnos en clientes y a los maestros en burócratas— incurren en un error tan profundo como alarmante, cuyas consecuencias no solo serán inevitables, sino también irreversibles para el porvenir de la educación y de la sociedad misma.
ESENCIA
Frente a esta mentalidad utilitarista que arrincona las humanidades, Nuccio Ordine, en su espléndido libro La utilidad de lo inútil, nos devuelve a lo esencial. Defiende con pasión lo que no tiene precio, pero sí valor: la literatura, el arte, la filosofía, el pensamiento libre.
“Solo lo que no sirve para nada —dice— puede ayudarnos a vivir”. Y es que ni la literatura, ni la música, ni las artes en general quizás “sirvan” en el sentido mercantil, pero sostienen, salvan, forman, rescatan y resguardan lo mejor de nuestra humanidad.
Es verdad: no enseñan a competir, sino a comprender. No dan instrucciones, pero ofrecen sentido y alturas inimaginables. Y lo hacen, sobre todo, a través de sus protagonistas, de sus partituras transformadas en música, del mármol tallado transformado en belleza y mediante la comprensión de la naturaleza humana.
ABREVAMOS
Leemos a Antígona (Sófocles), por su rebeldía ante el decreto injusto, nos recuerda que la conciencia humana puede y debe erguirse frente al poder que corrompe. Ella, en su silencio trágico, nos pregunta si acaso la obediencia es más noble que la verdad.
En Crimen y castigo descendemos con Raskólnikov a las entrañas de su crimen, no para juzgarlo, sino para mirarnos en el espejo turbio de la culpa. En su delirio, vemos cómo el pensamiento arrogante puede conducir al abismo, y cómo solo a través del sufrimiento emerge la posibilidad de redención.
En La metamorfosis despertamos junto a Gregor Samsa, convertidos también en insectos por una sociedad que mide el valor del ser humano en función de su utilidad. Su metamorfosis no es fantástica: es real, cotidiana, brutal. Es la deshumanización que acecha cuando el otro deja de ser persona para volverse carga, anomalía, residuo.
Acompañamos a Víctor Hugo con Jean Valjean en su largo camino de expiación, y comprendemos que el perdón no es un gesto débil, sino un acto revolucionario que libera a quien lo da y a quien lo recibe. En él redescubrimos que la bondad es una decisión que se renueva cada día, incluso cuando el mundo insiste en que no vale la pena ser bueno.
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Y vamos al mar adentro con el viejo Santiago (El viejo y el mar), no para aprender a pescar, sino para admirar la dignidad del hombre que, aun en la derrota, se mantiene erguido. Él ha perdido todo salvo una cosa: su fe. Y esa fe —terca, desnuda, silenciosa— lo hace invencible.
En Matar a un ruiseñor, Harper Lee, nos invita a comprender que defender la justicia no siempre trae recompensa, pero es lo correcto. Atticus Finch, figura de la integridad moral, nos enseña que el valor no es ganar, sino luchar por lo que importa.
Con Moby Dick, comprendemos el peligro del orgullo desbordado. Ahab no caza una ballena: persigue su propia sombra, su desesperación. La tragedia no está en la bestia, sino en la ceguera. Solo Ismael, que observa y reflexiona, sobrevive. Melville nos recuerda que el conocimiento sin humildad es una fuerza destructiva.
Con Julio Verne aprendemos que sus viajes extraordinarios son celebraciones del asombro y la imaginación. En cada historia, Verne exalta la inteligencia, la curiosidad, el espíritu aventurero. Nos enseña que el conocimiento no solo explica: ilumina.
Y, por supuesto, con Cervantes descubrimos a ese Don Quijote que encarna la más hermosa locura: creer en un mundo mejor. El caballero andante que ve gigantes donde otros ven molinos nos recuerda que vivir con ideales puede parecer absurdo, pero es más digno que adaptarse sin alma. Don Quijote nos muestra que soñar no es locura: es coraje.
Y El Principito, nos advierte que “lo esencial es invisible a los ojos”. Mientras los adultos hacen negocios, él cuida una flor. Mientras el mundo corre, él aprende a mirar. Con el zorro descubre que amar no es poseer, sino crear lazos: “Fue el tiempo que pasaste con tu rosa lo que la hizo tan importante”.
ADMIRAMOS
Escuchamos a Mahler, no para buscar respuestas, sino para dejarnos estremecer por el temblor de lo inexplicable. Lo escuchamos porque su música, como la vida, no se resuelve: se sobrevive. Nos arrastra desde la belleza hasta el abismo, desde el susurro hasta el clamor, y en ese tránsito desgarrado, nos recuerda que seguir sintiendo también es una forma de esperanza.
Con Mozart, acariciamos el cielo, porque en su música se esconde una sabiduría antigua que nos reconcilia con la alegría de existir. Y volvemos a Bach, cuando necesitamos a Dios en medio del caos. Su música es arquitectura del alma: nos reordena por dentro, nos devuelve al centro. Cada fuga suya es un puente entre lo humano y lo divino, entre el presente y la eternidad.
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Admiramos el David de Miguel Ángel, por la proeza artística que lo esculpió, pero sobre todo por representar al ser humano frente a lo colosal. Un joven, pequeño en fuerza que se enfrenta al gigante sin más armas que su fe, su inteligencia y su valentía.
CON VALOR
Ninguno de estos aprendizajes se evalúa con rúbricas ni se mide con un programa académico. Pero todos ellos nos forman por dentro. Nos recuerdan quiénes somos. Nos enseñan cómo vivir coadyuvando a formar nuestro juicio crítico.
Así, las artes y las humanidades —esa forma suprema de lo inútil— resulta ser profundamente útil. Nos enseñan a pensar sin dogmas, a sentir sin vergüenza, a resistir sin violencia. Nos dan palabras cuando el alma enmudece, nos acompañan cuando el mundo se vacía, porque como escribió Nuccio Ordine: “Lo inútil es aquello sin precio, pero con valor”.
QUIZÁS...
Se equivoca la educación que antepone la ciencia a las artes y las humanidades, como si fueran opuestas y no complementarias. La ciencia ofrece conocimientos; las humanidades, la sabiduría necesaria para saber vivir como seres humanos.
Porque la belleza, la fraternidad y la compasión también son formas de progreso y sobre todo de resistencia ante la actual barbarie. Y porque, quizás, eso que hoy parece inútil... sea lo único que pueda salvarnos mañana. En marcha pues, ¡a disfrutar y aprender de lo inútil!
cgutierrez_a@outlook.com