Serví, y vi...

Opinión
/ 24 junio 2025

Rabindranath Tagore (1861-1941) fue poeta, filósofo, músico y pedagogo y ganador del Premio Nobel de Literatura, cuya obra sigue siendo una sinfonía de espiritualidad y servicio al prójimo.

En sus versos, no hay espacio para la indiferencia ni para el egoísmo: todo acto humano encuentra sentido cuando nace del amor y se ofrece con alegría. Para Tagore, el servicio no era carga, sino libertad. No era rutina, sino plenitud; era el acto que nos despierta a lo esencial y nos conduce a la plenitud humana.

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Basta leer uno de sus poemas para maravillarse de la manera en que concebía el sentido del servicio: “Dormía y soñaba que la vida era alegría/. Desperté y vi que la vida era servicio. /Serví y vi que el servicio era alegría.”

Tagore lo comprendió con lucidez: el servicio no es castigo, ni trámite; es alegría en acto, humanidad y responsabilidad. Servir bien no es tarea menor. Es vocación, es respeto, es belleza. Es, quizá, la forma más sencilla y profunda de recordar que vivimos entre otros, y que sólo cuando nos damos dejamos de estar solos. Es, en síntesis, alegría encarnada.

DECADENCIA

Pero México parece haber olvidado esta verdad esencial. En una época donde todo se acelera, donde la inmediatez se confunde con eficiencia y la cortesía con pérdida de tiempo, el servicio se ha vaciado de alma. Se encuentra en decadencia, pues se ha vuelto gesto automático, frase hueca, mirada que no mira.

El cliente, casi en todos los ámbitos, irónicamente es visto como una molestia que interrumpe, y el servidor -mal capacitado y desmotivado- ha dejado de verse a sí mismo como alguien que transforma la vida del otro, aunque sea por un instante.

Hemos normalizado la indiferencia. Nos parece natural entrar a un restaurante y que nadie atienda. Llamar a una línea de atención y ser transferidos una y otra vez sin solución. Ir a una oficina pública y sentir que estorbamos. El mal servicio ya no nos indigna: nos resigna. Y con ello, vamos perdiendo no solo la calidad en los procesos, sino la dignidad en las relaciones.

Y, sin embargo, servir bien es uno de los actos más revolucionarios de nuestro tiempo. Porque en un mundo anestesiado por la prisa y el egoísmo, prestar atención plena a otro ser humano es un gesto vital. No es una técnica, es ética en acción. No es una moda, es una postura decente de vida. Y esto vale no solo para los pequeños actos de amor que hacemos con los cercanos, sino en el ámbito de los negocios es una acto radical.

EN RUINAS

Hubo un país que, en el silencio de su ruina, lo entendió. Y decidió reconstruirse no desde el poder, sino desde la excelencia cotidiana. No desde la imagen, sino desde el proceso. No desde el discurso, sino desde la disciplina. Ese país fue Japón. Y el hombre que sembró esa idea fue W. Edwards Deming (1900-1993).

Deming no fue un político, ni un economista, ni un líder carismático. Fue un estadístico, un científico con alma pedagógica, convencido de que la calidad no era una promesa, sino un sistema enfocado al cliente.

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Deming argumentó que tanto la calidad como la productividad no se lograba regañando al operario, sino corrigiendo el diseño. Que no se alcanzaba vigilando más, sino pensando mejor. Además, puso en evidencia a la alta gerencia al afirmar que el 94% de los problemas de calidad eran su responsabilidad, no del personal operativo.

TRANSFORMACIÓN

Existe un día en que empezó la transformación industrial de Japón; me refiero al 19 de junio de 1950 cuando, invitado por la Unión de Científicos e Ingenieros Japoneses, Deming impartió una conferencia magistral en la cual estableció el camino de la esperanza para este gran país.

Recordemos que Deming llegó a un país derrotado, pobre, desconfiado de sí mismo, pero con algo invaluable: humildad para aprender. Y Japón lo escuchó. Escuchó que la calidad es previsión, no inspección. Que el cliente es la razón de ser de las actividades empresariales, no la consecuencia. Que la mejora no es esporádica, sino continua. Que el respeto se mide en detalles y que la calidad es responsabilidad de todos los que trabajan en una organización.

Allí, entre pizarras, gráficas y palabras sencillas, Deming sembró un bosque invisible. Y el tiempo se encargó del resto. Las fábricas japonesas, antes improvisadas y limitadas, se convirtieron en referente mundial. Sus productos dejaron de ser imitaciones baratas y se volvieron sinónimo de perfección. La cultura del trabajo se impregnó de dignidad, de precisión, de orgullo. Y el servicio -ese reflejo último de todo lo demás- empezó a hablar por ellos.

‘SI JAPÓN...’

El 24 de junio, pero ahora de 1980, exactamente treinta años más tarde del inicio de la mencionada conferencia, al otro lado del mundo, Estados Unidos comenzaba a sentir las grietas de su arrogancia industrial. El mundo ya no compraba por patriotismo, sino por confiabilidad. Y Japón estaba ganando. Con calidad. Con servicio al cliente. Con constancia.

Ese preciso día fue cuando NBC emitió el documental: “If Japan Can... Why Can’t We?” (Si Japón puede... ¿por qué nosotros no?) El país se percató que había ignorado a Deming y vio, estupefacto, cómo sus principios habían inspirado a una nación entera... y no era la suya. La revelación fue amarga: el héroe que salvó la economía japonesa era un estadounidense.

NADIE

Como nadie es profeta en su tierra el sembrador de la filosofía de calidad había florecido lejos de su tierra. La idea no había sido entendida en su propia casa, hasta que los frutos hablaron por sí mismos.

Y así, el Deming silencioso, humilde y metódico fue descubierto por su propia patria, fue entonces cuando las grandes corporaciones norteamericanas comenzaron a invitarlo, a escucharlo, a aplicarlo. Pero el reloj ya había avanzado, y Japón ya les llevaba una generación de ventaja. Sin embargo, ese 24 de junio inició en Estados Unidos la revolución de la calidad total.

¿HASTA?

Comento lo anterior porque México se encuentra en una encrucijada similar. Competimos en mercados globales, pero con demasiada frecuencia lo hacemos con procesos débiles, servicios deficientes y una cultura que, en general, tolera la mediocridad, la impuntualidad y la informalidad, simplemente porque se ha resignado a estas malas prácticas al grado que, en infinidad de ocasiones, se han normalizado.

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¿Hasta cuándo? ¿Hasta que otro país nos recuerde -con hechos- que se puede servir con excelencia? ¿Hasta que la queja de los clientes sea tan ruidosa que no pueda ignorarse? ¿Hasta que perdamos la poca confianza que aún nos otorgan quienes creen en nosotros?

Es momento de aprender y actuar en consecuencia lo que Deming enseñó: que la calidad es una forma de vida, no una estrategia de marketing; que el servicio es una actitud ética, no un protocolo; y que la mejora continua es un acto de respeto, no una obligación.

La empresa que no se piensa a sí misma como servidora -de clientes, de sus propios colaboradores y en general de su entorno- está destinada a marchitarse, aunque venda mucho. Porque lo que se degrada primero que nada no es el producto, ni el servicio, sino el espíritu y el sentido que la impulsa para perdurar.

ALEGRÍA

¿Estamos dispuestos -de una vez por todas- a servir con alegría? ¿A reaprender el viejo y noble oficio de cuidar al otro en cada detalle, con respeto, con intención, con excelencia? ¿A dejar de ver al cliente como una interrupción o una cifra, y comenzar a tratarlo como una relación que merece lo mejor de nosotros?

Porque cuando eso ocurra -cuando el servicio deje de ser protocolo y se vuelva cultura, cuando la calidad deje de ser discurso y se vuelva compromiso-, no estaremos hablando de una estrategia... sino de una revolución silenciosa pero irreversible, como la que Japón emprendió, desde sus ruinas, bajo la tutela de Deming.

Ese momento no cambiará solo nuestra imagen. Cambiará nuestro carácter. Nuestra manera de trabajar. Nuestra manera de ser. Nuestros mismísimos rostros.

Y tal vez entonces comprendamos -como lo hicieron ellos- que la calidad no se impone: se cultiva. Y que el servicio no se exige: se honra.

Porque, como dijo Tagore: Serví, y vi que el servicio era alegría...

cgutierrez_a@outlook.com

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