Pantalón y calzón
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Así se moteja entre nosotros a aquel que cuida los dineros como la propia vida: ‘Es piedra de machucar muertos’. Varios tomos de tomo y lomo podrían escribirse con historias de avaros saltilleros
Saltillo ha sido siempre ciudad de grandes avaros. No hemos tenido aquí notables pecadores de la carne, mujeres u hombres que hayan alcanzado la gloria por haberse ido al infierno a causa de culpas de entrepierna. Eso se queda para mayores sitios, como Sevilla, cuna del Burlador de Tirso y del Tenorio de Zorrilla, o París, ciudad de famosas cortesanas. Nosotros, a falta de artistas de la carnalidad, hemos tenido que conformarnos con estólidos buscadores –y buscadoras– del interés compuesto.
Sólo aquí en Saltillo he oído una frase aplicada a quien es duro de cartera, y aun de monedero. Se dice de él: “Es piedra de machucar muertos”. Extraño dicho. ¿Qué piedra es ésa, y por qué machucar a quienes ya no están en este mundo tan machucador? Quién sabe, pero así se moteja entre nosotros a aquel que cuida los dineros como la propia vida: “Es piedra de machucar muertos”.
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Varios tomos de tomo y lomo podrían escribirse con historias de avaros saltilleros. Don Gabriel Siller dejó memoria de insigne ahorrador. En cierta ocasión llegó a medianoche a tocarle la puerta a don Miguel Cárdenas, a la sazón Gobernador de Coahuila. Había cenado en casa del gobernante, y dejó pegado el chicle en el brazo del sillón. Como olvidó recogerlo fue por él. Tuvo miedo de que al día siguiente la servidumbre lo encontrara y lo tirara a la basura.
Se narraba también la historia de aquel hombre tan cicatero que no permitía en su casa –vivía con una hija– el menor dispendio. Entre los gastos que consideraba innecesarios estaba el de comer más de una vez al día. El sujeto no admitía a ninguno de los pretendientes que le salían a su hermosa hija, pues veía en ellos a futuros derrochadores que dilapidarían su caudal. A uno, sin embargo, lo acogió con alegría. Y es que el astuto galán fue a hablar con él para pedirle permiso de entablar relaciones de noviazgo con la chica. Le dijo el avaro al recibirlo:
–Como ya nos vimos las caras, joven, creo que no tendrá usted inconveniente si apago el foco a fin de que no se gaste mientras platicamos, y no gastar tampoco luz.
Ni siquiera esperó el avariento la respuesta de su visitante: el foco se estaba gastando. Lo apagó sin más. A oscuras, por lo tanto, se efectuó la conversación. Acabada la plática el sujeto encendió otra vez la luz para que el visitante pudiera ver el camino de salida. Grande fue su sorpresa al advertir que el muchacho tenía el pantalón y el calzón en los tobillos, y dejaba a la vista lo que se debía ocultar.
–¿Qué es esto? –le preguntó indignado–. ¿Qué significa esa indecencia?
–Perdone usted, señor –respondió el mozalbete con turbación fingida–. Es que como íbamos a platicar a oscuras me bajé el pantalón y los calzones, para que no se me gastaran con el roce de la silla.
–¡Ven a mis brazos, hijo mío! –exclamó, feliz, el avariento–. ¡Tú sí me gustas para yerno!
De esta fama de avariciosos que tenían los saltillenses de los pasados tiempos derivó seguramente la apócrifa conseja según la cual la ciudad de Monterrey, cuyos habitantes son llamados “codos” por lo duros que son con el dinero, se fundó por hombres de Saltillo que fueron expulsados de aquí por gastadores.