Reencarnar: el deporte favorito de los que no aprendemos ni a putazos
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Hay quien jura que viene a esta vida a ‘cerrar ciclos’. Yo creo que venimos a reabrirlos, romperlos otra vez, y reírnos en el proceso.
Queridos lectores, ¿han escuchado de la reencarnación? Dicen que reencarnamos para “evolucionar”. A mí me suena más a berrinche cósmico: te regalan otro boleto sólo para ver si esta vez dejas de tropezar con la misma piedra... Y para no variar, terminas dándole un beso a la pinche piedra y jurando que ahora sí será distinto.
Porque, seamos sinceros, el alma no cambia tanto. Cambiamos de cara, de pasaporte y de excusas, pero traemos el mismo manual de mañas y antojos que en la vida pasada; en otras palabras, somos los mismos pendejos. Lo único que hacemos mejor es disimular, hasta que alguien (o algo) nos recuerda que no hemos aprendido ni madre.
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Nos venden la idea de la reencarnación como si fuera un spa del espíritu: entras sucio de errores, sales limpio de culpas. Pero la neta parece más una cantina mal ventilada: regresas con la misma sed, tropiezas con el mismo tipo de mirada y brindas otra vez por lo que juraste superar.
Nos dicen que es para saldar cuentas. Pero hay cuentas que la verdad no queremos liquidar nunca. Porque, aunque nos pasen factura, sabemos que valen cada pinche interés que nos cobren.
Lo curioso es que ni siquiera necesitamos recuerdos claros: basta con que algo se cruce, que nos afloje el cinismo y ¡zas!, el alma reacciona antes de que la cabeza empiece con sus “deberías” y “no conviene”.
Puede cambiar todo: la ciudad, el calendario, hasta el color del cabello. Pero hay cosas que no pierden el filo. Esas ganas que no sabemos explicar, la nostalgia por algo que nunca pasó (o que no queremos admitir que pasó) y esa costumbre de reírnos de lo que nos quema.
Porque sí: uno reencarna, pero no se vuelve santo. A lo mucho, nos volvemos un poco menos pendejos, pero con más experiencia.
Lo curioso es que hay quien jura que viene a esta vida a “cerrar ciclos”. Yo creo que venimos a reabrirlos, romperlos otra vez, y reírnos en el proceso. Porque el instinto pesa más que la moraleja, y el deseo siempre va dos tragos delante de la prudencia.
Al final, por más iluminados que digamos que somos, basta un maldito segundo para que se caiga el teatro y nos veamos igual que siempre: jugando con fuego y aplaudiendo el calor aunque sepamos que quema.
Reencarnar es el recordatorio más cruel (y más honesto) de que no estamos hechos para andar intactos por la vida. Estamos hechos para rompernos con gusto, para manchar la reputación con recuerdos que nadie más entiende, y para guardar silencios que hablan más que cualquier juramento.
Y claro, afuera nos disfrazamos de sensatos, soltamos frases de superación, citas a Buda en la sobremesa... Pero por dentro seguimos siendo los mismos cabrones que quieren asomarse donde no deben, sólo para confirmar que el peligro sigue oliendo igual de sabroso.
Lo chistoso de reencarnar no es que tengamos otra oportunidad de hacer las cosas bien. Es que tenemos otra oportunidad de hacerlas mal... y a veces, aceptémoslo, esa es la parte más divertida del trato.
Porque al final, ¿de qué sirve llegar puro al final del camino, si por dentro estamos llenos de “hubiera” y “casi”? Mejor llegar arañado, algo roto, pero sabiendo que al menos no nos quedamos mirando desde lejos.
A veces la gente pregunta: “¿Y qué pasa si en la siguiente vida repetimos los mismos errores?”. Pues pasa que somos humanos. Con el mismo corazón cabezón y la misma manía de buscar lo que no deberíamos. Y si reencarnamos sólo para tropezar en el mismo charco, pero hacerlo con más ganas, qué carajo: vale la pena el boleto.
Lo demás son teorías bonitas para tranquilizar la culpa. Pero la culpa es un perro flaco: ladra mucho, muerde poco y, al final, siempre le terminas dando de comer.
Así que sí, puede que reencarnemos mil veces. Y puede que en cada vida juremos “ya no voy a caer”. Pero hay fuegos que reconoces antes de que los veas, y tentaciones que te saben de memoria, aunque cambien de nombre.
Porque uno puede engañar a todos, hasta a uno mismo, pero el alma nunca olvida del todo. Ni falta que hace que lo diga en voz alta. El silencio también sabe guardar lo que conoce bien.
Reencarnar, al final, es volver a ese mismo punto donde la cabeza dice “no” y el instinto contesta “ni madres”. Y ahí, en ese espacio, es donde de verdad sabemos quiénes somos: un puñado de recuerdos que no sabemos de dónde vienen, y un par de ganas que no queremos soltar.
Yo, por mi parte, aunque me cambien el rostro, el calendario o la historia oficial, hay algo que no se borra: lo que de verdad me quebró las certezas. Y aunque haga como que no me acuerdo, si tocara volver, aunque sea en silencio, volvería a buscar eso que me desarmó sin permiso, esa chispa que me hizo perder la compostura la primera vez y esa mirada que me descuadro el alma.
Yo la mera verdad, de veritas, si elegiría reencarnar. Pero al fin y al cabo, esta es solamente mi siempre y nunca jamás humilde opinión. Y usted... ¿Qué opina?
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