Saltillo: Historia de un fantasma (III)
Saltillo era en aquellos años −fines del siglo 19− una ciudad pequeña, no como el Saltillo de hoy, donde casi no conoces a nadie, y donde −peor todavía− casi nadie te conoce a ti. Pronto cundió por todos los barrios el rumor: en la casona de la calle de Santiago, esquina con el callejón del Caracol, se aparecía un fantasma.
Era, seguramente, el espectro del novio de Angélica. El galán se presentó la noche del día en que iba a conocer a su prometida, y le dijo al padre de la hermosísima doncella que no podía cumplir la palabra dada a su hija porque esa mañana había desposado a otra novia que tenía: la muerte. En efecto, al siguiente día se supo que la diligencia en que venía el novio había sido asaltada por bandoleros. El muchacho opuso resistencia, y los bandidos lo mataron. Quien había llegado la noche aquella no era él: era su espectro.
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Los medrosos vecinos juraban que en la alta noche veían la sombra del muerto inclinada sobre la reja de la dolorida novia, como si estuviera con ella en amorosísimo coloquio. Los guardias del rondín que hacían su nocturna cabalgata para cuidar el sueño de los saltilleros dijeron igualmente que una madrugada, al acercarse a aquella casa, vieron un bulto que se apartaba de la reja y desaparecía entre la incierta bruma del amanecer.
Angélica no salía de la morada paterna, sino para ir a la primera misa en San Francisco. Guardaba luto por aquel novio a quien nunca conoció sino cuando él ya no pertenecía al mundo de los vivos. El negror de sus tocas resaltaba más su espléndida belleza. La gente la miraba al mismo tiempo con tristeza y con temor reverente. “La novia del muerto”, le decían todos. Ella, aunque pálida, se veía serena. Por las tardes, en su casa, perdía la mirada durante el rezo del rosario, y de pronto no contestaba ya las oraciones. Su tía le llamaba la atención con suavidad; quería apartarla de sus pensamientos.
Una mañana el día comenzó radiante. En la casa de la calle de Santiago los zenzontles rompieron a cantar en sus jaulas, y el ruido de la fuente pareció acallarse con los primeros rayos del sol que entraba por la ventana del vasto comedor. La tía se extrañó al ver que Angélica no había salido aún de su habitación, y eso que en el templo de los franciscanos había sonado ya la segunda llamada de la misa. Fue a hablarle a su sobrina. Le respondió el silencio. Abrió la puerta de su habitación. Angélica no estaba ahí. La cama aparecía en orden, como si nadie hubiese dormido ahí la noche anterior. Asustada, la tía dio la voz de alarma. La buscaron todos por toda la casa. No la hallaron. Angélica había desaparecido.
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El padre de la joven dio aviso a la autoridad. Se hicieron pesquisas e investigaciones, y nadie pudo dar razón de Angélica. Partidas de hombres a caballo fueron enviadas a toda prisa por los caminos. Regresaron sin noticia de la desaparecida. El alcalde mandó mensajeros a las ciudades vecinas pidiendo auxilio para localizar a la muchacha. Inútil; todo inútil.
Pasaron días, semanas, meses. Finalmente, ante la falta de resultados, la búsqueda se suspendió. Una sola cosa, dijo la gente, podía explicar la extraña desaparición de Angélica: el muerto se la había llevado para unirse a ella en trágicas bodas de ultratumba.
(Continúa −y termina− en el capítulo siguiente).