Sanar las ciudades desde el espacio público

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De la misma manera que un organismo enfermo muestra síntomas de enfermedad, la ciudad lo hace también
El espacio público es el elemento aglutinador de los asentamientos humanos. En él se dan las dinámicas que mantienen viva, funcional y vibrante a una ciudad. Dinámicas como la convivencia, la movilidad y el esparcimiento suceden en él.
Un síntoma de la “salud” del espacio público estriba precisamente en qué tantas dinámicas se perciben en él y, de estas, cuántas suceden por la inercia de lo que las provoca y cuántas por un orgánico interés de materializarlas.
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Es precisamente aquí donde podremos distinguir entre el uso del espacio público y su disfrute. Disfrutar del espacio público va mucho más allá de su uso funcionalista, tiene que ver con emociones, expectativas e intereses de quienes en él convergen.
Tenemos, sin embargo, elementos que limitan de manera importante nuestra posibilidad de disfrutarle a plenitud. Probablemente quien lee estas líneas está pensando ya en responsabilidades incumplidas de la administración pública, pero el tema va más allá.
Las causas tienen que ver más con las dinámicas que hemos adoptado a partir de las comodidades que aportan la tecnología, la automatización y la digitalización. Parecería que todo nos invita a aislarnos del entorno social y, evidentemente, lo hace con eficacia.
Nuestra movilidad se ha tornado en una forma de aislamiento. Cuando nos movemos en vehículo particular de motor viajamos una gran cantidad de personas, pero no mediamos palabra con ninguna de ellas. Tal vez uno que otro insulto gesticulado, pero hasta ahí.
La forma en que convivimos con otras personas se ha trasladado del espacio público a la computadora o al teléfono celular. La ubicuidad, que es hoy una realidad para todas y todos en términos de comunicación, ha convertido en virtual el lugar de encuentro.
Incluso la alternativa a cocinar consumiendo alimentos preparados ha encontrado la forma de evitar que pongamos un pie fuera de casa. Basta con contratar un servicio a domicilio y esperar a que nos entreguen aquello que degustaremos, muchas veces en soledad.
Este creciente aislamiento social, que ante nuestra desatención se ha normalizado tan fácilmente, tiene sus consecuencias y son severas. Las vemos manifestadas cada vez con mayor cotidianeidad, pero encontrando la manera de asignarles otros responsables.
Hemos visto cómo en nuestras calles se ha perdido la espontaneidad del saludo casual, que a veces se acompaña de una plática de banqueta. Es cada vez más difícil saber algo tan básico como quién vive al lado del hogar donde residimos con la gente que amamos.
Hemos ido perdiendo la habilidad de salir con un libro a la calle en busca de una banca cobijada por la sombra de un árbol o de visitar esa plaza o ese parque, tan cerca y tan a la mano, y a la vez tan desconocido, como si fuese materialmente inaccesible.
Hemos ido perdiendo cada vez más las risas de niñas y niños jugando en las calles, improvisando verdaderos campos urbanos de fútbol, que serían el escenario de épicas batallas que podrían recordar años más tarde en charlas con esas y esos amigos de ayer.
Hemos prescindido de la oportunidad latente y permanente de apropiarnos de un espacio público que por derecho nos pertenece, cediéndolo a la mera función de movernos y desplazarnos como seres ausentes de nosotras y nosotros mismos.
Pero la ciudad, como todo organismo cuando tiene las defensas bajas, admite infecciones que pueden derivar en enfermedades que no harán más que propagarse al ritmo que les permitamos, derivando en que poco a poco vayan apagando su vitalidad.
De la misma manera que un organismo enfermo muestra síntomas de enfermedad, la ciudad lo hace también. Y los síntomas de esta enfermedad −llamada deshumanización− son bastante notorios, aunque pareciera que nos hemos resignado a sufrirlos y tolerarles.
Síntomas como el debilitamiento de nuestras comunidades, que hacen a quienes las integran presa fácil de los vicios que atrapan a quienes carecen de una red de apoyo que complementaría la atención y cuidado de una familia.
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O como aquellos que derivan en el deterioro del espacio urbano que, carente de apropiación y de identidad, queda expuesto al vandalismo y a la destrucción, mostrando una imagen desagradable, que retrata bastante bien la enfermedad que le ha provocado.
El antídoto para esta enfermedad degenerativa está en aquello que le falta: en la convivencia, en el fortalecimiento del tejido social, en la reivindicación de la comunidad y sus valores.
Humanizar de vuelta nuestras ciudades es, sin duda, la clave para un futuro posible.
jruiz@imaginemoscs.org