Santa Close Up

Opinión
/ 13 diciembre 2025

Por: Miguel García

Desde 2022 la colaboración entre el Taller literario “Ficciones desde el desierto” y el periódico VANGUARDIA, nos obligó a fundar la tradición de escribir relatos breves para publicar con motivo de la Navidad. Sin embargo, debido a la alza de nuevos miembros, este año se publicarán seis relatos divididos en dos entregas programadas para hoy y el domingo 21 de diciembre del 2025. El objetivo de esta dinámica, igual que el de muchas otras a lo largo de diez años, es fomentar tanto lectura como escritura. En este caso, “Santa Close Up” es una aproximación o zoom a las diversas posibilidades en un Multiverso de San Nicolás.

En este semestre, el club de lectores suma casi 16 sesiones y por lo menos 32 horas de acciones para promover el ejercicio narrativo. En septiembre también han llegado nuevos integrantes y han hecho su debut en letra de molde gracias a VANGUARDIA. Muchos de ellos se estrenaron como autores en la sección Página Siete y no queda más que agradecer la oportunidad a los directivos de la empresa editorial.

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Por ello, como una forma de reconocer el impulso a nuestra tarea y por ofrecernos una plataforma para dar a conocer los resultados desde el círculo de lecto-escritura, pagamos a su rotativo con lo único que tenemos a nuestro alcance: las historias de ficción. Esperamos que la media docena de relatos les sirvan de entretenimiento. Nosotros, mis alumnos y yo, nos divertimos elaborando cada mundo y sus consecuencias, aunque también haya requerido de trabajo duro.

Abril Medina Martínez, exalumna del club, comparte su crónica “Regalo”, texto inédito de su proyecto “Diario de una mesera en apuros” con el cual ganó su primer PECDA Coahuila en 2024. Nuestro segundo PECDA para el taller en 2025, Emmanuel Ruiz de León, participa con “Jingle Hell’s” y le sigue la novata Fernanda López Quiz con “Por sus derechos larbolares”.

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Regalo

Abril Medina

Lo dijo tres veces, cada una más baja que la anterior, como si el sonido se le fuera deshaciendo en la boca:

—No hay tenedores limpios.

Efraín se quedó ahí, fijo frente a la mesa seis. La señora del collar de perlas levantó la mano por cuarta vez, pero él ni la vio. Tenía los ojos vacíos, como si el cansancio le hubiera apagado la luz desde adentro.

Yo venía con dos charolas, una con jugos recién servidos y otra con enchiladas humeantes, cuando lo escuché. Primero pensé que estaba bromeando. Nadie puede quedarse sin tenedores; pero, al verle la cara, supe que no era una frase: era una rendición. Un mensaje de socorro dicho con voz monótona.

El comedor, mientras tanto, se encogía como la sala navideña de una familia numerosa: mesas apretadas, pasillos reducidos, abrigos húmedos que rozaban vasos y platos, un rumor constante de voces y prisas. La barra tejía comandas como luces que parpadean antes de fundirse y, en medio de todo ese enredo, estaba Efraín, quieto y murmurando lo imposible.

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A las tres llegó Efraín a su cambio de turno, fresco, perfumado y sin saber. Tardó media hora en entender que no había manos suficientes para las cenas especiales por las fiestas. A esa hora ya usábamos servilletas para secarnos la cara, ya no sentíamos la cintura, ya teníamos la piel irritada por el roce del empalme. A las cinco, el capitán tiró la escoba contra la pared por accidente porque le temblaban los brazos. A las cinco con diez minutos, la cocinera mayor lloraba porque los buñuelos se quemaron. A las cinco con quince, Efraín anunció que no había tenedores limpios.

El capitán lo escuchó como si fuera un disparo. Lo tomó por el hombro y lo llevó hacia la barra. Efraín caminaba como si sus zapatos estuvieran llenos de piedras. Lo sentaron, le dieron un vaso de agua y le quitaron la libreta para que dejara de apretarla. Yo seguía atendiendo mesas con la mandíbula rígida. Sentía las encías inflamadas, los dedos entumidos, el párpado saltando como un pequeño motor dentro de mí.

El restaurante estaba en ese clímax de servicio al cliente cuando el ruido ya no es ruido: es una neblina espesa que lo cubre todo. Entonces pasó.

Primero fue un murmullo en la entrada. No le hice caso. Pensé que era otra familia con prisa, otra persona preguntando: “¿ya casi hay lugar?”. Sin embargo, la gente empezó a volver la mirada, a ponerse de pie y a estirarse sobre las sillas. Una mesa completa dejó de comer al mismo tiempo.

Luego la señora de las perlas soltó un gritito agudo, infantil.Después un niño chocó con mi brazo porque salió corriendo. Giré sobre mis pies.

Ahí estaba el monigote, haciendo más estrecho el último reducto a la entrada. Un Santa Claus enorme, bonachón, con el traje más rojo que había visto en mi vida, pasaba entre las mesas como si hubiera ensayado la coreografía. Sonaba una campana diminuta y extendía una sonrisa a cada uno, como si de verdad conociera a cada quién por su nombre.

Ocurrió el milagro de diciembre: todos los clientes, todos los que minutos antes pedían y pedían y pedía, se levantaron y corrieron hacia él. El comedor se vació de golpe, como si alguien hubiera movido un switch, como si el aire se hubiera ido con ellos. Las mesas quedaron abandonadas: salsas abiertas, servilletas húmedas, niños dejando sus juguetes, adultos olvidando sus bolsas. Todos, absolutamente, formaban una sola fila, creando un río humano hacia ese Papá Noel que apenas alcanzaba a decir:

—Jo, jo, jo... Con cuidado, jóvenes... uno por uno...

El silencio cayó sobre nosotros, pesado, tibio, imposible.

Un silencio tan puro que pude escuchar mi propia respiración.

Efraín levantó la vista desde la barra, como si al fin regresara de un sueño febril.

—¿Qué... pasó? —murmuró.

No teníamos respuesta. Sólo el vacío repentino del comedor, esa paz improbable que se siente una vez en la vida.

Yo dejé la charola sobre la mesa más cercana y sentí mis brazos ligeros, casi nuevos. El capitán soltó un suspiro que sonó a descanso y a derrota a la vez.

La cocinera mayor asomó la cabeza desde su trinchera de ollas y fuego, y al ver el restaurante desierto, se llevó una mano al pecho como si hubiera presenciado un milagro.

Al fondo, en la entrada, los comensales peleaban por tomarse una foto con el barbón rojo que nadie pidió, que nadie anunció y que, sin saberlo, nos acababa de salvar.

Efraín sonrió apenas y, como si eso bastara para explicar la vida, dijo:

—Ya lavaron los tenedores.

ABRIL MEDINA MARTÍNEZ (Cuatro Ciénegas, 2006). Becaria del PECDA Coahuila 2024 y finalista en la FEMECI Coahuila del mismo año, cursa el tercer semestre de Ingeniería Mecánica en el TECNM campus Monclova. Ganó el X Premio Estatal de Cuento “Naturaleza y sociedad” 2022 con “El último tour a casa” y fue mención especial con “Estampas de familia” en el 16° Concurso Infantil y Juvenil de Cuento 2023. Ha publicado relatos en su mayoría con el periódico Vanguardia de Saltillo y La Tamalera, como miembro del taller literario “Ficciones desde el desierto” en el CBTa No. 22. El texto “Regalo” forma parte de su proyecto de crónica “Diario de una mesera en apuros” con el cual ganó el PECDA en la categoría Adolescentes Nuevos Creadores. Asimismo, gracias a su proyecto “Biodegradabilidad en polímeros a través de un sistema de composta con lombriz”, fue finalista en la FEMECI Coahuila.

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Jingle Hell’s

Por: Emmanuel Ruiz de León

La nieve cayó esa noche con una fuerza que parecía querer sepultar entero al Polo Norte. Ella la observaba desde la ventana, con los ojos ardiendo y las manos temblorosas; no por el frío, sino por lo que había hecho. Sentada frente al psicólogo, en una habitación demasiado cálida para todo lo que llevaba dentro, dejé que los recuerdos comenzaran a hundirme una vez más.

Todos me conocían como la abuela del mundo: la mujer que horneaba galletas, que tejía bufandas y que siempre sonreía. Nadie imaginaba el infierno que se escondía detrás de esa imagen perfecta. No sabían lo que era vivir con ese panzón arrogante que el mundo idolatraba. A veces pienso que, si hubieran escuchado su risa cuando no había cámaras ni aplausos, habrían entendido que había algo podrido en él.

Durante años soporté humillaciones disfrazadas de tradiciones y comentarios machistas envueltos en espíritu navideño. Decían que era adicto a la Coca; yo sólo sabía que había verdades que era mejor mantener censuradas. Hubo una ocasión, mientras horneaba galletas, en la que su locura lo desbordó por completo. Recuerdo el golpe, la brusquedad y aquel instante en que mi rostro cayó sobre una charola recién salida del horno. Sentí mis mejillas chillar contra el metal caliente. Aun así, continué con él: horneando, tejiendo y por si fuera poco fingiendo ante los demás. Las mujeres siempre creemos que algún día el monstruo dejará de serlo; sin embargo, el año pasado ya no pude engañarme más. Él no regresó a tiempo y sus mentiras eran las mismas de siempre: que los renos se habían lastimado, las rutas eran más largas por tanto avión, el cambio climático trajo tormentas repentinas.

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La verdad pronto llegó sola, como una bofetada. Descubrí que había entrado a la casa de una madre soltera y que no sólo había dejado obsequios. Había dejado un hijo. Esa traición rompió la última pieza de mí que aún permanecía entera.

La noche previa a la Navidad de ese año lo observé ajustarse el cinturón negro, riendo con esa carcajada vacía que me taladraba los oídos. Algo dentro de mí cedió. No hubo gritos ni advertencias, sólo el peso del objeto que sostenía en mis manos, un golpe seco y el crujido final que lo terminó todo. Cuando reaccioné, mi delantal blanco estaba empapado de rojo y, por primera vez en muchos años, el silencio de la casa se sintió respirable.

El amanecer siguiente llegó sin regalos, dulces ni carbón. Yo me quedé con todas las rocas negras, pero los niños despertaron con las manos vacías y los adultos con la boca llena de preguntas. Santa no pisaría otra vez mi casa ni la de nadie más.

EMMANUEL RUIZ DE LEÓN (Monclova, 2008). Becario del PECDA Coahuila 2025, cursa quinto semestre en la carrera de Técnico en Ofimática y es miembro reciente del taller literario “Ficciones desde el desierto”. Hace su debut en Vanguardia con el relato “Creepymones contra un taller literario”, le siguió con “Me hackeó Titivillus” y luego “Carta a un cirujano plástico que me puso mal unas tetas” (ambos en 2025). “Jingle Hell’s” es su cuarta aparición en el periódico coahuilense este año. Apasionado por la lectura, muestra especial interés en los textos del género de ficción y terror, disfrutando de obras que exploran lo desconocido, lo psicológico y lo sobrenatural. Recientemente, es el segundo miembro del club en ser beneficiario del PECDA Coahuila, en el área de Literatura, para escribir su primera novela.

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Por sus derechos ‘larbolares’

Por: Fernanda López

En el pequeño pueblo de Pinos fríos, todos conocían a Manuel, el señor más gruñón, puntual y obsesionado con tener la Navidad perfecta. Desde hace tiempo ponía el mismo enorme abeto artificial para conmemorar las fiestas de fin de año. Según él, su árbol era el espécimen más alto, recto e imponente del lugar. Por eso la decoración no podía desmerecerle. Ahí colgaba las esferas más garigoleadas y lustrosas; también ahí acomodaba las luces siguiendo un plan refinado diciembre tras diciembre.

Sin embargo, este año algo salió mal. Apenas puso el árbol en la sala y su preciosa imitación de las coníferas estornudó escandalosamente.

—¿Perdón? —dijo Manuel, frunciendo el ceño.

—Achú ... y buenas tardes —respondió el pino de plástico, sacudiendo sus ramas—. ¿Te importa si me das un vaso de agua? Ya estoy cansado de estar de pie desde noviembre en este maldito lugar. Y de paso, acomoda el listón del lado izquierdo por favor. Ándale, no te quedes ahí.

Manuel quedó congelado del susto. “Estoy alucinando”, pensó; pero el abeto siguió hablando.

—Mira, ¿me puedes explicar por qué cada diciembre nos cuelgan un montón de esferas, luces que pican y una estrella de tres kilos? ¿Por qué no ponen una planta de ornato como un cactus enano y ya? La vendían en los estantes que estaban a mi lado.

Manuel, que jamás había discutido con un objeto, tomó una silla:

—Es tradición —respondió, intentando sonar lógico.

—Ajá, tradición para ustedes. A mí nunca me preguntaron... Para nosotros es como ir al gimnasio; pero sin descanso. ¿Sabes lo pesado que es sostener un set de luces LED toda la noche?

Manuel no tenía idea y suspiró. La Navidad perfecta se estaba desmoronando.

—Mira, este año quiero algo diferente o me voy a huelga —continuó el pino—. Si me vas a decorar, quiero esferas ligeritas de unicel, luces que no den toques y nada de la estrella gigante. Ponme un gorrito, mínimo; también un listón ancho de terciopelo y quiero una manta decorativa en la base, de esas tejidas, no la sábana viejita que usan cada año. Ah, por cierto. Si vas a tomar fotos, que sea en un ángulo que me favorezca.

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Manuel, derrotado, aceptó. Al final de cuentas, ya había discutido demasiado con un artículo de catálogo que, técnicamente, ni siquiera debería hablar.

Después de decorarlo de acuerdo con sus peticiones, el pino se observó en el espejo del corredor.

—Oye, ¡me veo elegante! ¿Eso es brillo biodegradable? —preguntó orgulloso.

—Pues sí... es lo único que encontré —respondió Manuel.

El árbol de Navidad dio un pequeño giro como modelo en pasarela.En Noche buena, los vecinos entraron a la casa, sorprendidos, y felicitaron al anfitrión de la velada:

—¡Está precioso tu pino, Manuel!

—Sí —respondió él, cansado.

El abeto tosió y, renuente a ser sólo una posesión o adorno, agregó:—¿Quieren fotos conmigo? Ando de buenas y, si lo hacen por turnos, será rápido. No se amontonen.

Hora y media después, el protagonista de la fiesta ya no era su propietario. Le había quitado los reflectores, el orgullo de la sala y el vecindario. El pino tomaba distintas poses —todo lo que su ramaje artificial le permitía—, levantando ligeramente un tallo como si fuera la sonrisa de una celebridad, y festejaba con niños, señoras y hasta con el perrito callejero de la cuadra.

Cuando todos abandonaron el domicilio, Manuel se cruzó de brazos. Estaba satisfecho por toda la atención, pero ¿a qué costo? ¿Así sería todos los diciembres?

—Bueno... supongo que no fue la Navidad perfecta.

El árbol parpadeó sus luces.

—No, fue mejor. Ahora se reconoce mi contribución.

Desde entonces, todos los años el abeto más alto de Pinos fríos renuncia temporalmente al protocolo de tradición y exige sus derechos “larbolares”; también su gorrito de Santa, música suave y descansos programados. Y Manuel, aunque no lo diga, disfruta tener en casa al pino de Navidad más célebre y latoso del pueblo. Ahora su abeto tiene la iniciativa de crear un sindicato no sólo para sus colegas decembrinos. También está invitando a las plantas de ornato de fachadas e interiores.

FERNANDA LIZETH LÓPEZ QUIZ (Saltillo, 2009). Estudiante del CBTa No. 22 en Cuatro Ciénegas, Coahuila, es miembro del taller literario y banda de guerra de su plantel, así como del grupo municipal de baile folclórico. Ha conseguido con este relato su tercera aparición en el periódico Vanguardia de Saltillo. Su primer texto fue “Confesión en primera clase” (2025) y va que vuela para aparecer en La Tamalera No. VIII, revista anual del club de fomento a la lectura en preparatoria. Ella es una persona creativa y positiva; le gustan mucho las películas de Harry Potter y es amante de escuchar cualquier tipo de género musical.

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