El mayor regalo

Opinión
/ 10 junio 2025

Erich Fromm, en obra El arte de amar, acierta en decir: “El hombre moderno no tiene tiempo para pensar, pero piensa que no tiene tiempo porque no sabe pensar”; de esta manera el autor denuncia el vacío existencial que habita al ser humano contemporáneo: vivimos en una sociedad donde la productividad ha reemplazado al sentido, donde saber hacer ha desplazado al saber ser. El tiempo, antes concebido como espacio para la contemplación y el crecimiento interior, se ha convertido en una “mercancía” que se gasta sin conciencia.

La prisa y la saturación de tareas nos impiden detenernos a pensar. Y más grave aún: nos convencen de que pensar es una pérdida de tiempo. Fromm observa que esa incapacidad para reflexionar se traduce en decisiones alienadas, en relaciones superficiales y en una existencia gobernada por la automatización. El problema no es la falta de tiempo, sino la falta de sentido y dirección.

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Pensar, en su más honda acepción, es una forma de resistir. Resistir a la inercia, a la urgencia, al consumo del alma. Quien no piensa, repite. Quien no reflexiona, se diluye en la corriente.

Por su parte el filósofo estoico Séneca hace siglos argumentó: “No es que tengamos poco tiempo, sino que perdemos mucho. La vida es lo suficientemente larga, y generosamente se nos ha dado para realizar lo más importante, si la empleamos bien. Pero cuando se disipa en el lujo y la negligencia, sin destinarse a ningún fin noble, acabamos por comprender, en el umbral de la muerte, que pasó sin que supiéramos cómo”.

Estas palabras, hoy más que nunca, nos interpelan con fuerza. En tiempos en que la impostora urgencia sepulta lo esencial y la distracción se ha vuelto una forma de anestesia, la advertencia del filósofo resuena con una claridad incómoda. ¿Qué estamos haciendo con el tiempo que se nos ha dado?

VÉRTIGO

Somos hijos de una época eficaz, veloz, tecnificada, pero vacía de pausas. Creamos métodos para trabajar más rápido, pero olvidamos cómo vivir más profundamente. Nos cuesta encontrar minutos para reconstruir lo que, sin querer, deshacemos en nuestras jornadas laborales. Nos cuesta detenernos a contemplar lo simple: un café que se enfría mientras se calienta el alma con una buena conversación.

El espíritu está fatigado. Sin tregua ni descanso, deambula por sendas agitadas, perseguido por sombras que lo acechan desde dentro. No por casualidad, la depresión es la enfermedad del siglo. No por azar, lo más escaso no es el oro, sino el tiempo. Y paradójicamente, en lugar de gozarlo, lo sufrimos; en vez de vivirlo, lo postergamos.

Jorge Luis Borges escribió: “El tiempo es un río que me arrebata, pero yo soy el río; es un tigre que me devora, pero yo soy el tigre”. Con esta metáfora poderosa, Borges nos recuerda que el tiempo no es solo un flujo externo e implacable, sino también parte de nuestra esencia. Somos al mismo tiempo víctimas y creadores del paso del tiempo, actores y escenario de nuestra propia fugacidad.

EL OCTAVO DÍA

En medio del ajetreo, hemos inventado un “nuevo día”: el día de mañana. No bastan los siete de la semana. Hemos creado uno más, ficticio, evasivo. ¿Cuándo comenzar la dieta, ordenar los cajones, dejar un mal hábito? “Mañana”. Pero ese día nunca llega. Es una ilusión. Un comodín con el que justificamos nuestra falta de voluntad.

“No pospongas para mañana lo que puedas hacer pasado mañana igual de bien”. Con su característico humor agudo, Mark Twain satiriza la procrastinación, exhibiendo lo absurdo de nuestras postergaciones. Aunque irónica, la frase encierra una verdad incómoda: el hábito de diferir no siempre nace del descanso merecido, sino muchas veces de la desidia o el miedo disfrazado de justificación racional.

DESPERDICIO

Incluso aquellos que parecen tenerlo todo para usar bien su tiempo —conocimiento, oportunidades, juventud— caen en la trampa. Una encuesta en Estados Unidos reveló que el 48 por ciento de los estudiantes universitarios trabajan menos de 30 horas a la semana, y muchos de ellos no saben qué hacer con el tiempo restante. Tienen demasiado tiempo, pero no tienen rumbo.

Vivimos una paradoja: entre más herramientas creamos para ahorrar tiempo, menos tiempo tenemos. La tecnología prometía liberarnos, y en cambio nos esclaviza en pantallas que no descansan. En lugar de ganar horas para vivir, hemos creado más maneras de consumirlas sin sentido.

CRONOS VS KYROS

Los griegos distinguían dos tipos de tiempo: Cronos y Kyros.

Cronos es el tiempo cronológico, el que pasa indiferente. Es el tirano de la agenda saturada, el que corre sin dirección, el que posterga, el que siempre tiene algo más urgente. Cronos vive atrapado en el círculo vicioso de la excusa y el “mañana empiezo”. Se refugia en el placer inmediato y teme al esfuerzo duradero. Es el tiempo que nos vive, no el que vivimos. El tiempo es intransigente: enseña con crudeza y no admite repeticiones. Quien no aprende a tiempo, lo paga con pérdida irrecuperable.

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Kyros, en cambio, es el tiempo oportuno. Es el instante con sentido, el que se aprovecha con sabiduría. Es el tiempo en que se alinean el propósito y la acción. Kyros es el momento en que sembramos con intención, en que respiramos con hondura, en que hacemos lo importante antes de que se vuelva urgente. Es el tiempo que se conquista, no basta con dejar que el tiempo transcurra, hay que habitarlo con propósito. La pasividad nos condena a la mediocridad; el uso consciente nos encamina a la plenitud.

PRIMERO...

Quien vive bajo Kyros define su misión, traza metas claras, ordena prioridades. No deja lo esencial a merced de lo trivial. Vive con propósito, diseña su día con una visión mayor. Planifica, revisa, ajusta. Tiene agenda, pero también alma. Sabe que organizar los cajones o limpiar los archivos digitales no es banal, porque el desorden externo a menudo refleja caos interior.

Kyros nos invita a honrar nuestros roles: como padres, amigos, hijos, líderes, servidores. Nos pide asignar tiempo real a lo que decimos que es importante. ¿Queremos ser mejores padres? Entonces destinamos espacios para cultivar la confianza y la convivencia, no solo lo decimos: lo agendamos, lo vivimos.

Kyros no improvisa la vida: la estructura sin asfixiarla. Propone una agenda que no encadena, sino que libera.

Stephen R. Covey afirma: “Haz primero lo primero, y lo primero no será lo que más grita, sino lo que más importa”. Con esta frase, Covey nos insta a vivir con prioridades claras. En un mundo saturado de urgencias impostoras, lo esencial rara vez alza la voz. Se requiere disciplina y sabiduría para atender, no lo que exige atención inmediata, sino aquello que da sentido a todo lo demás.

REGALO

La clave está en no dejar que el reloj nos persiga, sino en hacer del tic tac un aliado. Anotar lo que se debe hacer, asumir compromisos, monitorear avances. Reflexionar. Detenerse. Volver a empezar. El tiempo no espera. Pero si aprendemos a habitarlo con conciencia, puede transformarse en nuestro cómplice de vida.

La sabia virtud de conocer el tiempo no es solo de saber esperar, como decía Sabines, sino de saber vivir el presente sin posponer lo esencial. Porque cuando aprendemos a habitar el ahora, desaparece ese imaginario octavo día: el que nunca llega. Y entonces, vivir deja de ser una carrera, para convertirse en una obra.

Baltasar Gracián escribió: “Todo lo que realmente nos pertenece es el tiempo; incluso el que no tiene nada, lo posee”. Con esta reflexión, Gracián nos recuerda que el tiempo es el único bien verdaderamente democrático: nadie tiene más horas que otro, pero no todos las usan con igual lucidez. Su valor no radica en la cantidad, sino en la conciencia con la que se vive.

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El tiempo es, a la vez, el mayor regalo y la más severa responsabilidad. Saberlo usar con sabiduría —como un espacio para la contemplación, la gratitud y el crecimiento interior— es quizá el acto más elevado de respeto hacia la vida, pero sobre todo hacia uno mismo.

cgutierrez_a@outlook.com

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