Soberbia, la diferencia. Todo mal con la elección del Poder Judicial
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¿Qué le hace pensar al ciudadano promedio que sabe algo sobre Derecho Constitucional, sobre la estructura y límites de los Tribunales, sobre la revisión de fallos en atención a la protección de los derechos fundamentales, o que puede elegir entre cientos de aspirantes?
Remóntese, por favor, al cándido año de 2018, un tiempo más feliz previo a la pandemia y a la pérdida de nuestra inocencia, en el que no sabíamos nada de TEMU o “Emilia Pérez”.
Por aquellos días, ya en su calidad de presidente electo, el cabecita de torunda nos asestó la primera de sus populares consultas ciudadanas. Sin tanto brete, sin tanta ciencia, justo como a él le gustaban las cosas, en caliente y al Chilam Balam, nos “democratizó”.
Tuvo la genial ocurrencia de recurrir a la sabiduría que atribuye a ese México mítico, que sólo existe en su discurso, para resolver el peliagudo dilema aeroportuario de la entonces flamante CDMX.
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No era vinculante, no tenía metodología ni carácter oficial, desde luego, pero don Garnachas igual le preguntó a los mexicanos si debía continuarse con la construcción de ese horrible, corrupto y neoliberal Aeropuerto de Texcoco (NAIM), o bien, emprender lo que a la postre sería uno de los blanquecinos paquidermos estrella de la manada de pálidos mastodontes que nos dejó como legado: el Aeropuerto Felipe Ángeles, alias, el AIFA.
¿Ya se acordó? Casi todo mundo se lo tomó a broma, excepto el mismo presidente en ciernes, quien excusó en este plebiscito banquetero su determinación de cancelar un proyecto a medio terminar para iniciar otro con el que ya estaba encaprichado de antemano.
La tal consulta no valía el pedazo de papel en que fue realizada... ¿Por qué? ¿Porque era una encuesta pitera? ¿Porque las opiniones se recogían en una hoja de cuaderno sin aval institucional, ni medidas de seguridad que dieran certeza a los resultados? ¿Porque los módulos se improvisaban en cualquier tenderete sin tomar en cuenta las divisiones distritales, sesgando demográficamente de entrada los resultados? ¿Porque carecía de método, observadores o cualquier atisbo de legalidad? ¿Porque de cualquier manera el viejito iba a hacer lo que le dictaran sus macuspanos tompiates?
Sí −todo eso− pero no: El ejercicio se invalidaba porque nosotros, los consultados, no estábamos ni entonces ni ahora medianamente calificados para dirimir ese dilema.
A menos que usted trabaje en alguna área vinculada con la aviación comercial (más allá de atender la taquilla de Viva Aerobús o ser el cargador que madrea el equipaje documentado), ninguno de nosotros, ciudadanos promedio, tenemos el más modesto conocimiento en logística urbana-aeroportuaria.
Desconocemos por completo el comportamiento, dinámicas, requerimientos para una sede de vuelos comerciales o de otro tipo; como también ignoramos los desplazamientos materiales y humanos que representa, los costos, la rentabilidad, factibilidad... ¡Nada! Somos unos completos neófitos al respecto, y para poder emitir una opinión de cierto valor tendríamos que regresar en el tiempo y reorientar nuestra vocación a partir del bachillerato, si es que tenemos una carrera universitaria (sí, Comunicación cuenta). Votar en una disyuntiva para la cual no estamos calificados, es ni más ni menos un acto de soberbia.
Y no, no sea menso si acaso cree que sus experiencias como usuario le dan autoridad a la opinión que pudo haber emitido al respecto. Eso no pasa de lo meramente anecdótico, sin ningún valor práctico. Pero no se achicopale, si acaso se sintió halagado de que le pidieran entonces su inútil opinión sobre el futuro de la aviación comercial en una de las ciudades más pobladas del planeta, que acá entre nos, le confío: el viejo panzón pejelagarto tampoco tenía la más pálida idea sobre esto ni sobre casi absolutamente nada.
Ahora le pregunto: ¿Y quién tlayudas le dijo y le convenció a usted, que me lee, de que está remotamente capacitado para elegir a la persona idónea para desempeñar un cargo que exige el dominio teórico y práctico de una materia tan compleja como la Ley y sus interpretaciones? Sospecho que fue ese mismo anciano pendenciero que asegura que nada tiene ciencia, ni la extracción de hidrocarburos, ni el Derecho, ni la gobernanza de un país como para que ameritara ponerse a trabajar después de las 11 de la mañana.
Los magistrados, especialistas en la materia, demoraban días enteros deliberando entre una pequeña terna de aspirantes con trayectorias previamente analizadas a conciencia.
¿Qué le hace pensar al ciudadano promedio que sabe algo sobre Derecho Constitucional, sobre la estructura y límites de los Tribunales, sobre la revisión de fallos en atención a la protección de los derechos fundamentales, o que puede elegir entre cientos de aspirantes?
Yo virtualmente nada, lo admito. Así que de arrogarme la facultad de sentar a personal especializado en posiciones de altísima responsabilidad... ¡Ni hablar! ¡Me deslindo totalmente! La mejor decisión que pueda yo tomar resultará en un estercolero muy difícil de limpiar.
Pero le convencieron −a usted que votó y a otro millón de incautos que avalaron este bodrio− de que podía vigilar al menos la probidad, la integridad, la honestidad de los candidatos a elegir, ¿verdad? Quizás no su idoneidad, pero al menos su rectitud, y eso ya habría justificado el contaminar al Poder Judicial con los vicios electoreros.
¡No me diga! Si acaso tuvo y dedicó las 48 horas calculadas para medio revisar el escueto perfil de los postulantes, dígame: ¿Desde cuándo el voto popular ha protegido a los otros cargos de elección del arribo de perfiles deshonestos y corruptos, leales sólo a sí mismos y al partido de su militancia en turno? Si de algo estamos repletos en el Poder Ejecutivo y en el Legislativo es de ratas legitimadas por el sufragio.
¡Pues felicidades! Ahora los perfiles serán no sólo muy inferiores a lo que exige el servicio Judicial (que, aun siendo íntegros, pueden cometer enormes injusticias por ignorancia o incompetencia); sino que además se le abrió la puerta a la calaña que siempre ha estado presente en los otros dos poderes.
El sofisma de que toda decisión tomada por una mayoría es necesariamente mejor, se desmorona en los casos en que se requiere necesariamente algo tan poco valorado en la actualidad: El conocimiento. Conocimiento que ninguno de los votantes promedio poseemos.
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Tal era la razón de ser del esquema tradicional, único avalado por países democráticos del mundo: el Ejecutivo (electo por una mayoría) proponía; el Legislativo avalaba la idoneidad de los perfiles y nosotros (sí, los ciudadanos) los votábamos. ¡Sí! Nosotros, a través de nuestros representantes parlamentarios que ya habíamos elegido de manera democrática.
¿Imperfecto? ¿Mejorable? Desde luego, pero no eliminando lo virtuoso e incorporando la parte viciada. Ojalá le alcance la vida para llegar a entender la magnitud que esta catástrofe representa para el orden republicano (no se apure, aquí le estaremos ayudando).
Tal sería la única diferencia entre el millón de electores que acudió a las urnas y yo: Ni la ideología ni el deseo de que las cosas mejoren, sino la soberbia, pues al menos yo tengo la modestia de reconocer que no puedo elegir −porque no poseo un conocimiento que no se adquiere improvisadamente, sino con años de estudio− al personal óptimo para un área profundamente especializada y delicada. Así como no poseo tampoco ningún conocimiento en logística aeroportuaria.