Tiempo de reparar
Me he percatado de que, aun cuando el tráfico sigue acartonando nuestra ciudad, “alejando” los lugares que solíamos recorrer con facilidad, algo ha cambiado: la ciudad respira distinto, va a otro ritmo. Es una especie de pausa contenida. La causa es comprensible: las escuelas y las universidades están de vacaciones. La maquinaria educativa se ha detenido... y con ella, parte del bullicio.
Sin embargo, ¿qué tan profunda es esta pausa? ¿Nos detenemos de verdad, o solo cambiamos de velocidad para seguir corriendo igual? ¿No estaremos convirtiendo también las vacaciones en otro escenario para el vértigo?
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Nos hemos acostumbrado a una vida sin reposo, sin silencio, sin descanso. En estos tiempos, una de las actividades menos practicadas es la de reposar: hacer un alto, serenarnos, habitar la quietud. Y esto, quizá, por ignorar que reposar no es perder tiempo, sino reencontrarlo.
Como decía Pascal, “toda la desgracia de los hombres proviene de no saber quedarse tranquilos en su habitación”. Porque al quedarnos quietos, nos vemos. Y al vernos, nos preguntamos. Y cuando nos preguntamos, comenzamos a vivir. Porque vivir no es simplemente respirar o cumplir con la agenda del día: vivir es preguntarse por el sentido, por el rumbo, por el porqué y el para qué.
Y cuando comenzamos realmente a vivir, entonces empezamos a convivir: con los otros, con el mundo, con la vida misma. Porque quien no se habita a sí mismo difícilmente puede habitar en el otro. Y quien no se ha detenido a mirar hacia dentro, apenas roza la superficie de todo lo que lo rodea.
DETENERSE
Escapar de la rutina, cambiar de ambiente y soltar —aunque sea momentáneamente— las presiones y compromisos del trabajo no solo es saludable: es urgente. El auténtico descanso no es ocio vacío, sino recreación del alma. Nos permite volver al punto de partida con una mirada fresca.
Las vacaciones, si son bien vividas, son espacios verdes que ofrecen el reposo necesario que va más allá del entretenimiento superficial. Divertirse, muchas veces, se ha vuelto sinónimo de aturdirse. Pero el verdadero descanso es, como diría Viktor Frankl, “retornar al sentido”, no escapar de él.
Reposar es recordarnos quiénes somos sin los títulos, sin los pendientes, sin el correo electrónico, sin las redes sociales. Es permitir que emerjan las motivaciones más hondas que dan sustento a nuestro vivir.
OFICIO
La vida moderna ha confundido actividad con propósito. Trabajamos como si el fin último fuera producir, acumular, demostrar. Y aunque no lo decimos en voz alta, muchos hemos internalizado la idea de que vivir bien es simplemente “tener más”.
Pero ¿vivir para tener o tener para vivir?
Muchos principios que rigen nuestra existencia no nos pertenecen: nos los ha impuesto una época que idolatra la utilidad, que mide el éxito en cifras, que desprecia lo invisible, que erosiona la sencillez del alma y desvanece la posibilidad de reconocer y admirar las diversas manifestaciones de la belleza.
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El riesgo de esta visión es alto: nos lleva a pensar que, si algo no se traduce en ganancia inmediata, no vale. Así, perdemos lo contemplativo, lo gratuito, lo profundo. Y, con ello, se diluye la vida misma.
GASTAR
¿Cuántas veces no hemos visto la paradoja de personas que trabajaron incansablemente para poder tener una vida que luego no pudieron disfrutar? Escalaron posiciones, acumularon “méritos”, buscaron el éxito con ahínco... y, sin darse cuenta, sacrificaron la salud, el equilibrio y, sobre todo, los vínculos.
Y entonces, como en un cruel contrasentido, terminaron gastando lo ganado en intentar recuperar lo perdido: salud, tiempo, amor, sentido.
Invertimos años enteros en construir una vida que, al final, no sabemos habitar. Llenamos nuestras agendas, pero vaciamos el alma. Compramos comodidad, pero no alcanzamos paz. Nos rodeamos de objetos, pero no de presencias. Y cuando finalmente queremos detenernos, descansar, reconectar, descubrimos que la energía se ha ido, que los vínculos se han enfriado y que el tiempo, ese bien no renovable, ha seguido su curso sin esperar a nadie.
DE GOLPE
Infinidad de parejas jóvenes se casan pensando que el amor se da de golpe, y que la vida consiste en trabajar sin parar para construir una casa, un nombre, un estatus. Pero en esa loca carrera, lo principal se queda atrás: se sacrifica el tiempo compartido, la complicidad, el asombro de lo cotidiano. Estas parejas desconocen que el amor es voluntad cotidiana y que en las relaciones auténticas no existen atajos.
La economía de mercado ha permeado incluso lo afectivo. Se intercambian emociones como bienes escasos. Se mide el amor por su rendimiento, por la recompensa y con “emojis”.
Zygmunt Bauman lo advirtió: “vivimos en una sociedad líquida, donde nada está hecho para durar”. Ni las cosas, ni las relaciones, ni los ideales. Y en ese contexto, el descanso auténtico se vuelve casi un acto subversivo.
Debemos comprender que la vida gira constantemente. Y esa rueda necesita no solo movimiento, sino alegría. Y que la alegría surge cuando estamos en contacto con lo que verdaderamente nos nutre: el amor, el trabajo con sentido, el silencio, la belleza... y el descanso fecundo.
“No es el ritmo frenético de la vida lo que nos destruye, sino el olvido del para qué vivimos”, decía Viktor Frankl. El sentido es el motor de la vida, y el descanso, su pausa sagrada.
MIENTRAS...
Vacacionar no significa necesariamente viajar. A veces, las mejores vacaciones están en casa, en nuestro propio entorno. Se trata de cambiar de actividad, de respirar distinto, de darle un espacio a lo postergado.
Leer ese libro que nos espera desde hace meses. Caminar sin rumbo. Arreglar lo pendiente. Cocinar con calma. Dormir sin despertador. Recordar. Reír. Reencontrar. Agradecer. Por eso, sería bueno saber que, el descanso, necesita una voluntad decidida: la de reconectarnos con lo que nos hace bien.
Por desgracia, existen personas que se aburren aun estando ante las maravillas del mundo, porque ignoran que el aburrimiento y la pesadez no provienen de lo que les rodea, sino de lo que cargan por dentro. Viven anestesiadas, incapaces de asombrarse, como si hubieran extraviado la llave de la contemplación.
Mientras tanto, otras —con alma despierta— permanecen absortas, maravilladas ante lo sencillo: una flor que brota, una mirada amable, el rumor del viento en los árboles, el fulgor de una tarde cualquiera.
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La diferencia no está en lo que se ve, sino en cómo se mira; como una fatal profecía hace años ya lo anunciaba Chesterton: “el mundo no morirá por falta de maravillas, sino por falta de asombro”.
HACIA ADENTRO
Las vacaciones más restauradoras son aquellas que nos permiten descender al fondo de nosotros mismos. En esas profundidades se hallan los “porqués” de la vida y los “cómos” vivirla. Sócrates lo resumió muy bien: “Conócete a ti mismo”. Ese conocimiento no se obtiene con ruido ni con prisa. Se alcanza en la serenidad y en el contacto con lo esencial.
HACER...
La vida se trata de vivirla, de experimentarla. Y el descanso, bien comprendido, es parte esencial de esa vivencia.
Ciertamente, el descanso es un bien muy escaso. Y justamente por eso, hay que saber encontrarlo, defenderlo y valorarlo... incluso —y especialmente— en las mismísimas vacaciones.
La grandeza del descanso no está en su pasividad, sino en su potencia transformadora. Porque, paradójicamente, las vacaciones son el mejor tiempo para hacer mucho... en el tiempo de no hacer nada.
Porque en esa aparente inactividad se abren espacios fértiles para reencontrarnos con lo olvidado o, quizá, con lo extraviado. Para recuperar la brújula, para permitir que ocurra lo esencial; y, desde luego, para recargar las baterías, no solo para seguir, sino para volver con nuevos bríos y —sobre todo— con más serenidad.
El descanso es esencial para reparar no solo lo que está roto por fuera, sino también —y, principalmente — por dentro. Porque a veces, lo más urgente no es avanzar, sino detenernos. No es producir, sino sanar. No es hacer más, sino hacernos mejores personas. Y en esa pausa que llamamos descanso... puede comenzar, en silencio y sin gastar un solo peso, esta maravillosa transformación.
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