Likes, filtros y olvido

Opinión
/ 15 julio 2025

Hubo un tiempo en que las fotografías eran recuerdos que se revelaban en papel y se guardaban en álbumes familiares, era la época de las cámaras “KODAK” y “POLAROID”, del teléfono “fijo” que servía para llamar, no para capturar la cena ni para validar la autoestima.

Tiempos en los cuales la intimidad era valorada, lo privado se mantenía en privado, en los cuales las comparaciones eran absurdas, y la vida interior tenía espacio para florecer.

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Se conservaba cara a cara, se vivían los momentos sin necesidad de documentarlos y el aburrimiento no era una amenaza. Había tierras fértiles para dejar que se “enfriara” un café o que se “calentara” una cerveza.

La infancia y la juventud eran territorios de formación lenta y pausada. Las identidades se construían a través de experiencias vividas, del ejemplo de los ancestros, no a través de filtros ni métricas de popularidad.

No existían las redes sociales que hoy dictan a millones de personas el ritmo de sus emociones, que miden su valor personal, manipulando su sentido de pertenencia y vida.

El silencio tenía un espacio sagrado. La espera no era insoportable. La mirada del otro no era omnipresente ni cuantificable. Las relaciones humanas, con todas sus imperfecciones, eran reales. Y la capacidad de atención, más profunda, más sostenida, más humana.

Pero entonces...

IMPERCEPTIBLE

Existen años que marcan parteaguas, aunque solo se reconocen con el paso del tiempo. Algunos cambios tecnológicos o culturales no anuncian su llegada: se instalan en silencio, lentamente, sin resistencia. Y cuando por fin se revelan con toda su fuerza, ya es demasiado tarde para dar marcha atrás. El año 2010 fue uno de ellos.

En México celebrábamos el Bicentenario de la Independencia justo cuando, sin saberlo, comenzábamos a perder la autonomía personal, como millones en el mundo.

Es probable que en ese año iniciara un cataclismo silencioso -el de atención y la autoestima- que marcaría profundamente a nuestra era. Un punto de quiebre en la forma de relacionarnos con el mundo, con los demás y, sobre todo, con nosotros mismos.

OBJETOS

En 2010, las cámaras de los celulares alcanzaron tal calidad que reemplazaron a las digitales. Ya no se trataba de capturar recuerdos, sino de compartirlos al instante. Importaba la urgencia de mostrar al mundo quiénes éramos... o quiénes queríamos aparentar ser.

El celular cambió nuestra posición ante el mundo: dejamos de ser observadores para convertirnos en el “objeto” observado. Cada instante se volvió compartible. Nació así la “presencia digital”, donde no basta con estar: hay que parecer. Y esa necesidad de parecer pronto pesó más que el simple hecho de ser.

ESPEJO DEL YO

Ese mismo año, Facebook deliberadamente apuntaló el botón de “Me gusta”. Un gesto aparentemente trivial: un pulgar levantado como símbolo de aprobación. Pero esa pequeña acción escondía una revolución psicológica. Nacía una nueva unidad de medida emocional. Ya no bastaba con publicar, ahora se esperaba una reacción. El contenido personal se convirtió en mercancía emocional. Y con ello, también nosotros nos volvimos productos evaluables y consumibles.

Cada publicación, cada selfie, cada comentario se transformó en una apuesta emocional. ¿Cuántos likes recibiré? ¿Por qué a ella sí y a mí no? ¿Por qué mi vida no genera la misma atención? Y así, la autoestima comenzó a depender de factores externos, volátiles, impersonales. El “yo” se convirtió en el reflejo de un siniestro algoritmo.

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Compartir se convirtió en validación. Lo espontáneo comenzó a ser editado, manipulado y filtrado. La vida se transformó en escaparate “hollywoodense”. El yo digital tomó el control del yo real, desplazando la experiencia por la apariencia, el sentido por el impacto.

BOTÍN

Esta metamorfosis originó cambios culturales y, sobre todo, una transformación económica global. Las grandes plataformas entendieron que el bien más escaso del siglo XXI no sería el oro, ni el petróleo, ni los datos: sería la atención y acaparar lo “privado” de las personas.

Había nacido el capitalismo de la vigilancia y la economía de la atención, en la cual cada segundo que un usuario pasa en una pantalla representa una oportunidad de monetización. Para lograrlo, era necesario mantener a las personas conectadas el mayor tiempo posible. Y ahí se conjuntó otra innovación aparentemente inofensiva: el scroll infinito, una cinta sin fin que simula novedad, pero repite vacío.

En esta economía germinó una competencia insólita: el sueño. Porque mientras más deslizamos el dedo, menos cerramos los ojos. Le robamos descanso a la noche para alimentar una ansiedad que nunca se sacia y así las plataformas ganan.

Esta manipulación perpetua y siniestra no tiene destino, es símbolo de una generación atrapada. Una operación simple, diseñada para evitar que pensemos, que elijamos, que pongamos límites. Un flujo inagotable de estímulos que entretiene, pero nos despoja de nuestra capacidad de concentración que puede desregular el sistema nervioso causando estragos en la salud mental.

Como bien lo advirtió José Antonio Marina, manipular la atención es dominar el pensamiento. Y quien controla el pensamiento, controla la libertad, y eso fue lo que sucedió.

MIEDO

El impacto de esta cultura digital también se manifiesta en la erosión de la autoestima, especialmente en los jóvenes. A medida que la vida se volvía más pública y espectacular, emergió el FOMO (Fear of Missing Out): el miedo a quedarse fuera.

Es la ansiedad de observar vidas ajenas, “felices” y filtradas, y sentir que la propia no basta. Las pululantes redes no solo muestran lo que otros hacen, sino lo que nosotros no. Así también nació una cultura de escasez emocional, donde ser uno mismo ya no parece suficiente.

LIQUIDEZ

Este fenómeno lo detectó Zygmunt Bauman, quien explicó cómo nuestras relaciones y nuestra identidad se han vuelto frágiles, efímeras, desechables, pues todo fluye y nada se solidifica, incluso el yo es líquido: se adapta, se transforma, se diluye, se pierde.

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Byung-Chul Han analizó la transición de una sociedad disciplinaria a una sociedad del rendimiento. En ella, cada persona se convierte en su propio explotador, obligado a mostrarse, a exponerse, a rendir constantemente. Y lo que creemos que es libertad —compartir, publicar, reaccionar— es, en realidad, una nueva forma de servidumbre voluntaria.

Han también ha señalado la desaparición del silencio interior: sin silencio no hay pensamiento profundo. Sin atención sostenida, no hay reflexión. Y sin reflexión, no hay identidad.

ESPECTÁCULO

2010 fue el año en que la identidad comenzó a construirse como espectáculo, como farsa. Donde ya no importaba ser, sino parecer.

Cuando la vida se convierte en espectáculo, cada momento debe ser memorable, cada gesto debe ser visible, cada logro debe celebrarse públicamente. Lo invisible es descartable. La intimidad se convierte en una anomalía.

Esta lógica afecta gravemente a los jóvenes que son los más vulnerables, pero también a los adultos. Me gusta, luego existo: así se resume la lógica de una época donde la validación digital reemplazó al sentido de presencia real y a la autenticidad.

PREGUNTA

Y así llegamos a una pregunta esencial, incómoda y rara vez formulada:¿Qué entregamos cuando nos “regalan” el mundo en la palma de la mano?

Posiblemente entregamos tiempo, atención, profundidad, silencio, contemplación. Entregamos también vínculos reales, conversaciones largas, creatividad, lentitud, pausa. Regalamos la posibilidad de construir una autoestima sólida, basada en la experiencia y no en la apariencia. Sencillamente, entregamos la libertad. La vida misma.

Y si no somos capaces de advertirlo, de detenernos, de recuperar espacios de desconexión, todos pagaremos una inconmensurable factura.

Porque una sociedad que no sabe prestar atención tampoco sabe cuidar, ni escuchar, ni amar. Y personas sin autoestima, sin pensamiento crítico, sin vínculo con lo real, están condenadas a vivir de simulacros y mentiras.

ABSOLUTO

Urge tomar conciencia: la atención debe defenderse como un acto de libertad y la intimidad como un derecho humano. Aprender a vivir sin ser vistos, sin depender de la aprobación constante, es un gesto inaplazable de recuperación personal.

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Si no detenemos este naufragio, corremos el riesgo de criar generaciones incapaces de estar solas, de pensar sin estímulos y de valorarse sin aplausos, y de jamás experimentar el bienestar y la verdadera plenitud.

Y una sociedad así -distraída, dependiente, acrítica, líquida y vacía- jamás será libre, ni auténticamente humana... aunque crea estar conectada a través de likes y filtros, sin advertir que, en el fondo, en esta realidad ficticia, todo acaba disolviéndose en absoluto olvido.

cgutierrez_a@outlook.com

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