Un año más en la vida del glorioso Ateneo Fuente de Saltillo
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“Fe y Esperanza. ¡El porvenir es nuestro!”, con este elocuente epígrafe, inició su discurso el doctor Ramón Fernández, designado maestro y uno de los oradores en la ceremonia de inauguración del Ateneo Fuente el 1 de noviembre de 1867. Y no se equivocó el doctor Fernández... El Ateneo ha confirmado a través de estos 158 años, los sentimientos de plena confianza en la institución que entonces nacía en la casa No. 3 de la hoy calle de Juárez, donde funcionó la institución por tres meses, mientras se adecuaba el edificio del antiguo convento franciscano, Colegio Josefino y por último, Colegio Civil que dirigía el Padre Flores.
Es común que al referirse al Ateneo, se hable siempre de los maestros que marcaron la etapa célebre de la fundación a las primeras décadas del siglo XX: José García de Letona, fino y elocuente orador, cuya sabiduría cautivara a don Artemio de Valle Arizpe y a Miguel Alessio Robles; Francisco Sánchez Uresti, prestigiado maestro de dibujo, creador del escudo del Ateneo, fallecido poco antes de estrenar el edificio actual, de quien decía Merejo, el portero del viejo Ateneo, que todas las mañanas lo despertaba en forma de viento gélido para que no se le pasara tocar la campana de la entrada a clases y luego se paraba sobre la fuente del patio, cruzado de brazos, a vigilar la entrada de los estudiantes; don Antonio María Zertuche, que había estudiado su carrera de medicina en París, maestro de muy redonda, obesa humanidad, siempre vestido impecablemente de negro y ataviado con finísimas joyas, llegaba en un desvencijado coche tirado por un flaco y lento rocín,, al que los estudiantes apodaron el “Cuatro Vientos” porque apenas si podía con la carga que llevaba.
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También se habla de los maestros de más atrás, valientes soldados de la Reforma: el propio gobernador don Andrés S. Viesca, vencedor en la Batalla de Santa Isabel; el también gobernador, general Victoriano Cepeda, maestro de profunda vocación, que dejaba la pluma para empuñar el fusil y de quien se dice que recorría montado a caballo la distancia de la casa de Gobierno al Ateneo para ir a impartir su clase; el profesor Miguel López, montado en sus borceguíes de tacón alto y enfundado en su traje tipo militar. uno de los soldados que formaron el cuadro del fusilamiento de Maximiliano en el Cerro de las Campanas; Jacobo M. Aguirre, segundo secretario y maestro del Ateneo; don José García Rodríguez, insigne director del Ateneo en tres ocasiones y maestro por muchos años, poeta emblemático de Saltillo, quien le dio su nombre a la Biblioteca... En fin, larga es la vida anecdótica del Ateneo, porque larga es ya su existencia.
Don Artemio de Valle-Arizpe escribió casi al final de su vida un bello texto titulado “El Claustro Ateneísta”, en el que recuerda a sus maestros del Ateneo. Dice el insigne escritor: “Doblado ya el Cabo de la Buena Esperanza de los treinta años, se ve todo con distintos ojos, con otro criterio más asentado que el de la loca mocedad, si es que hay entonces alguno...”. Con don Artemio, yo quisiera decir: que si en la adolescencia los estudiantes de mi generación y las generaciones alrededor del Centenario, vimos al Ateneo con ojos de juventud, hoy podemos verlo a través de las voces de nuestros maestros: la palabra mansa de don Antonio Gutiérrez Dávila, la Muñeca; la mesurada palabra de Federico Leonardo, el Nibelungo; la palabra suave de Lila Mazatán y de Catalina Rodríguez Barrera; la voz cadenciosa de don Arturo Moncada Garza; la voz alegre del Profe Duque; la estrepitosa voz de don Ernesto Cordero, el Jefe Cejas; la sabia y profunda voz del profesor Ildefonso Villarello, y todas las inolvidables voces de los maestros que nos enseñaron para la profesión y para la vida.
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En el Ateneo Fuente nos forjamos, algunos primero como alumnos y luego como maestros. En ese vestíbulo flanqueado por recias columnas, que en mis tiempos de estudiante cuidaba tan celosamente el prefecto de estudios, don Roberto García, apodado el Piolín; ahí, bajo el enorme tragaluz que iluminó nuestro espíritu ateneísta, en la biblioteca, en el entonces salón de estudios y en las aulas, en el Paraninfo y las terrazas, ambos la cima de la obligación estudiantil cumplida y confirmada en la velada y el baile de graduación. Ahí pasamos nuestra adolescencia y parte de nuestra madurez los que, como yo, fuimos después maestros de varias generaciones, ahí nos forjamos bajo el espíritu de la verdad y la luz de la antorcha ateneísta. ¡Salve Ateneo Fuente!