Del ‘mejor clima de México’ a la ciudad de la ceniza: el funeral que el Saltillo antiguo nunca tuvo
El Saltillo antiguo se murió y nadie lo veló. Lo disfrazamos de progreso: le pusimos bardas, cámaras, slogans y hashtags. Lo que alguna vez fue comunidad es ahora fraccionamiento cerrado. Lo que fue cielo idílico, ahora nubes de ceniza. ¿Cuánto más tiene que arder esta ciudad para que dejemos de nombrarlo con nostalgia?
El Saltillo antiguo está muerto.
Esa cosa linda e intangible bañada de nostalgia, ese pueblo que enunciamos como si fuera un nosotros mismos puro e inocente, no existe más. Ese lugar del imaginario colectivo al que le soltamos incontables palabras bellas, y motes altísimos e irrepetibles como la “ciudad del clima ideal” y “la Atenas de México”, cambió de piel o migró en busca de un futuro más habitable o, de plano, se nos murió sin que nos diéramos cuenta.
O quizá, como ocurre en algunos casos del duelo, estamos en negación. Y por eso añoramos con fiera melancolía días que ni siquiera vivimos, que son tanto mito que se desdibujan de lo real, provocando un curioso rechazo del presente. ¿Somos los saltillenses habitantes de una ciudad que nos es ajena?
No vengo, como he dicho en otras entregas, a ofrecer respuestas, sino a dejar que los siguientes datos nos golpeen: cifras que desmontan el optimismo oficial, que contradicen los slogans de ciudad modelo, que interrumpen el relato de éxito que tantas veces hemos comprado sin leer la letra chica.
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Veamos: más de mil incendios en lo que va de 2025. Primaveras que besan los cuarenta grados. Lluvias que caen la mitad de lo que caían hace treinta años. Aire clasificado como “extremadamente malo” tras tolvaneras que oscurecen el cielo. Apenas 2.9 metros cuadrados de áreas verdes por habitante en el oriente. La población se quintuplicó desde 1970, pero el transporte público se redujo 62% solo en la última década. Y una lógica urbana que obliga a depender del auto, aunque eso signifique más deuda, más tráfico, más choques, más atropellados.
La ciudad se encarece, por si lo anterior no fuera mucho. En apenas tres años, los precios de terrenos y viviendas en Saltillo se han triplicado. Entre 2021 y 2024, las viviendas aumentaron entre un 25% y un 30%, y solo en el último año, el alza promedio fue del 20%.
No es un fenómeno natural ni azaroso: es la consecuencia directa de una economía orientada a maximizar rentabilidad a costa de habitabilidad.
El Saltillo antiguo está muerto.

Antes de continuar, algo debe quedar claro: esta no es una entrega normal de Historias de Saltillo. No hay aquí un personaje laureado, ni un edificio icónico, ni una efeméride cómoda. ¿Se justifica entonces este artículo en este espacio?
Según el canon y la tradición de las casi 200 publicaciones que hemos hecho en esta sección —cifra que, por cierto, celebraremos en junio—, no.
Pero también hay que entender esto como lo que es: un ejercicio de memoria que no busca conmover, sino confrontar. Porque narrar el pasado sin interrogar las decisiones que lo destruyeron, sin poner en duda el presente cada vez que se pueda, es solo otra forma de administrar el olvido.
Así que, si este texto incomoda, mejor. Siempre habrá una autoridad negligente que no hizo su trabajo, una política diseñada para unos pocos, una infraestructura rota vendida como modernidad. Mientras no nombremos esas fallas con claridad, lo que llamamos nostalgia seguirá funcionando como coartada del saqueo. Pero salgamos de lo simbólico, y volvamos a un enfoque más factual.
Las rentas, por ejemplo, se dispararon 30% en 2024, con precios que oscilan entre los 5 mil y 20 mil pesos mensuales. La ciudad, no hay que olvidarlo, se redistribuye según la capacidad de consumo. Quien no puede pagar, es expulsado. Quien sí, cercado. El resto sobrevive compartiendo espacios, alargando trayectos, resignando derechos, yendo de casa en casa. Por que como se ha dicho en memes y en estudio: poseer una vivienda hoy es más un sueño.
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Propiedades que antes se ofrecían por 500 mil pesos hoy arrancan arriba de un millón de pesos. Para comprar la vivienda más “económica” se requiere un ingreso mensual de 46 mil pesos: cinco veces el salario promedio en la ciudad.
La crisis también alcanza al agua, ya lo hemos dicho, y no basta. El Saltillo que alguna vez se enorgulleció de sus manantiales, hoy enfrenta una crisis hídrica severa. En el siglo XVIII, la ciudad contaba con más de 600 manantiales identificados; hoy sobrevive alrededor de una decena.
La sobreexplotación de acuíferos, como el de Zapalinamé, ha provocado una disminución de hasta 65 metros en sus niveles, mientras que el consumo de agua sigue en aumento, alimentado por el crecimiento urbano y el modelo de desarrollo inmobiliario. Para mitigar esta situación, Aguas de Saltillo ha licitado la perforación de nuevos pozos exploratorios y se contempla la construcción de presas de gaviones y pozos de absorción, así como el impulso al uso de agua tratada, según el Plan Municipal de Desarrollo 2025-2027.
Al mismo tiempo, la expansión urbana arrasa cerros, desplaza biodiversidad y devora los márgenes con viviendas sin servicios, mientras el 21% del territorio urbano pierde población por falta de condiciones mínimas.
¿Y qué dicen de los apagones que se han vuelto, aunque lentos, más frecuentes? ¿O del tendido eléctrico que se cae a pedazos como los postes del centro? Literalmente: en abril de 2025, tres colapsaron en la Pérez Treviño. Esa vieja narrativa de “la ciudad tranquila” también se viene abajo con ellos.
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Mientras tanto, en sectores del norte y en fraccionamientos privados, el cableado subterráneo es norma y privilegio. La desigualdad no solo está en los ingresos: también cuelga sobre nosotros.
Hay quienes dicen que últimamente se ven más nubes negras sobre Saltillo porque algo se está quemando, no porque vaya a llover. Y sí: lo que arde no es una metáfora. Es basura, es monte, son árboles, llantas, fábricas nacionales y extranjeras. Es el resultado visible de políticas públicas improvisadas, de desarrollo urbano sin planeación, de privilegios inmobiliarios convertidos en norma.
Este artículo nace porque en menos de una semana, vi desde casa, en dos direcciones diferentes, dos fumarolas enormes que ennegrecieron el cielo, cubrieron kilómetros y dejaron un aroma nada agradable. No por nada insisto desde el arranque en vivimos prendidos a la nostalgia de un saltillo que hoy es un cadáver.

Y terco con lo simbólico, el humo, creo, no viene del cielo: viene de una ciudad que se deteriora a plena luz y que observamos con indiferencia y parálisis. Ahí están los incendios del Cañón de San Lorenzo, cada vez más frecuentes, que debería bastar para alarmanos.
Ahora, ese deterioro no es nuevo: se fue instalando calladito con el paso de los años. En 1975, dicen algunos testimonios escritos, caminar del centro al oriente era pasar entre huertas y sombra. Hoy es asfalto y zapaterías. La huerta de los Pilares ofrecía más de 2 metros cuadrados arbolados por habitante solo en la Alameda. Hoy, Saltillo no llega ni al 1% del ideal de cobertura verde recomendado por ONU-Hábitat.
Esa melancolía por la “ciudad segura y amable” es muy persistente, ¿pero se sostiene?
En los años treinta, los vecinos pedían vigilancia por robos de focos, animales, peleas nocturnas. Hoy, la percepción de inseguridad ronda el 24.5% según el INEGI. Y que si bien eso es usado para que el Estado diga que por ello es los municipios más seguros del país, en teoría es un cuarto de la población.
Volviendo a la muerte de ese Saltillo de antes, la transformación económica y tecnológica también ha dejado su huella en los oficios tradicionales. Profesiones como los faroleros, serenos, telefonistas manuales y tostadores de café han desaparecido, desplazadas por avances tecnológicos y cambios en los hábitos de consumo.
Este fenómeno, al que hemos referido en otros artículos como “destrucción creativa”, ha reconfigurado el tejido laboral y cultural de la ciudad, evidenciando una pérdida de identidad y memoria colectiva. Pero al mismo tiempo se celebra con bombo y platillo la llega de multinacionales, con exenciones de impuestos, que sí bien generan empleos, la riqueza, la ganancia, termina yéndose no solo de la ciudad, sino del país.
Otro punto que no se puede ignorar es el suicidio. Tema siempre ríspido. Los datos más actualizados que hemos publicado en Vanguardia señalan que la tasa en la ciudad es de 10.56 casos por cada 100 mil habitantes, casi el doble de la media nacional de 6.2.
En 2023, se reportaron 92 suicidios en la capital coahuilense, siendo el 87% de las víctimas hombres, principalmente entre los 20 y 40 años. Además, el 51% de las personas que se quitaron la vida eran solteras y el 55% presentaban problemas de tristeza o depresión. Entre los 10 y 20 años se registraron 20 casos y en mayores de 60 años hubo 11 casos.
No haré conjeturas personales aquí. Se sobreentiende por qué.
El Saltillo antiguo está muerto. Así lo están también los tiempos en que cuando llegaban las primeras lluvias, se podían abrir las ventanas para que entrara el fresco y el olor a tierra mojada lavara la fatiga del calor.
Era un gesto simple, un ritual. Pero en estos días, cuando cae algo del cielo, o es un aguacero que nos llama a apresurarnos con vehemencia, o granizos de tamaños descomunales, o son restos químicos del corredor industrial o es ceniza de los incendios.
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Ha llegado, tal vez, el momento de preguntarnos por los nuevos rituales. ¿Dónde se nombra hoy la ciudad que queremos? ¿En qué esquina nace otra manera de vivir el presente, sin filtros ni cinismo?, ¿nos sirve aferrarnos a un pasado, como haya sido, que no nos deja construir un mejor futuro?
No basta con indignarnos ni con llorarle el polvo. Y tampoco quiero decir que la historia, nuestras raíces y todo eso que nos enarbola a lo que somos hoy, hay que desdeñarlo ni pisotearlo. En estas páginas seguiremos después con la programación habitual, con los entregables más afables y compartibles.

Este no es tampoco un llamado a la revolución. Estoy muy viejo y cansado para eso. Si acaso es un monólogo en voz alta, una rabieta luego de ver el cielo de esta ciudad tantas veces llenas de mugre y humo.
¿Qué puedo hacer yo frente a eso sino escribir?
Vengan a decir si creen que esto tiene algún sentido, si como yo, ven en la ciudad un ser que anda mitad cadáver, mitad extraviada. Vengan a decir si no, si esto les ha parecido un garrafal error y lancen lo que tengan que lanzar. A lo que sea, pero vengan. Vamos. Por quizá, si seguimos mirando, solo mirando, no habrá tiempo, no habrá.
A la mejor ahí hay algo. No en la metáfora del Saltillo. No en la nostalgia. Sino en que la respuesta no está uno, sino en pensar juntos. Quizá el acto más radical en un futuro insoportablemente cercano sea mirar al vecino y preguntarle qué árbol extraña. Claro, si es que se atreve a hablar con su vecino. O si es que usted recuerda donde estaban los árboles. Cómo eran.
Ah, y claro, no olviden a esa figura que solo aparece cuando pasa uno frente al espejo. Ténganla presente antes de culpar a todos a diestra y siniestra o tirar hate en un comentario de redes: a veces, el silencio, la omisión o la comodidad también se parecen mucho a la complicidad.
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