Entre santa y santo... (II)

Opinión
/ 27 febrero 2025

Voy a contar ahora lo que me sucedió en aquella tienda de artículos religiosos que antes dije, en una ciudad levítica del centro del país

Ahora que lo pienso, creo que mi extraña afición por conocer la vida de los santos –y de las santas más– me viene de mi abuela Liberata. Mujer devota, en efecto, era mamá Lata, terciaria franciscana. Apenas pude hablar me enseñó el catecismo de Ripalda, y pedía en sus oraciones para mí la vocación sacerdotal. Afortunadamente no fui Padre. De haberlo sido, ahorita sería padre. Y es que, como dijo el poeta de Jerez: “En mi pecho feliz no hubo cosa / de cristal, terracota o madera, / que abrazada por mí no tuviera / movimientos humanos de esposa”.

Mi padre era católico practicante. Mi madre, en cambio, era librepensadora. Jamás hubo entre ellos, sin embargo, problema alguno por esa diferencia. Solía decirme mi papá que desde la más tierna edad mostré la tendencia materna, y me contaba, divertido, de la vez que fuimos a misa en Catedral. Tendría yo 3 años. El sacerdote oficiante, según se usaba entonces, subió al púlpito revestido con todos sus ornamentos y predicó el sermón del Evangelio. Largo debe haber perorado el señor cura, y con copiosos ademanes, el caso es que de pronto le tiré de la manga a mi padre y le pregunté con impaciencia en alta voz:

-Papá: ¿a qué horas se mete el payaso?

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Seguramente me pareció que estábamos en un circo.

También desde muy niño expresaba yo dudas metafísicas. “¿Dónde está Dios?” –me preguntó un día mamá Lata para ver si sabía mi catecismo–. Apegado al dogma, respondí con la más rígida ortodoxia: “Dios está en el cielo, en la tierra y en todo lugar”. “¡Muy bien!” –dijo contenta mi abuelita–. Se le acabó el contento, sin embargo, cuando le pregunté en seguida: “¿También está en el excusado?”.

De aquella santa mujer, entonces, me viene la afición por los santitos.

Voy a contar ahora lo que me sucedió en aquella tienda de artículos religiosos que antes dije, en una ciudad levítica del centro del país. Una vez fui ahí con mi esposa. Cuando entramos la encargada de la tiendita me reconoció de inmediato y me saludó afectuosamente. Yo, sonriendo, le dije:

-Ahora vengo muy bien acompañado.

Mi señora ya había estado ahí conmigo, de modo que no dejé de sorprenderme cuando la dependienta, ésa que parecía monjita, pero que no lo era, la saludó como si la viera por primera vez.

-Mucho gusto –le dijo escuetamente.

La amada eterna se puso a ver algunas cosas, y yo escogí una imagen de Santa Cecilia. Me gustó porque en ella aparece la patrona de los músicos con un arpa, pero no pequeña, de las que llevan los ángeles entre los brazos, sino grande, como la que tocaba muy bien Nicanor Zabaleta o, mejor todavía, Harpo Marx.

Fui a la caja a pagar la compra que había hecho. Recibió el dinero aquella virtuosa señorita con quien había tenido yo edificantes coloquios sobre cosas de devoción y de piedad.

-Qué gusto verlo de nuevo, licenciado –me dijo alegremente–, y en tan buena compañía.

Luego, bajando la voz, me preguntó con tono cómplice:

-¿Y cómo está su esposa?

Yo sé que la carne codicia contra el espíritu, y el espíritu contra la carne. En esa ocasión, sin embargo, pensé que a veces, cuando hay dinerito de por medio, el espíritu se hace un poquito pendejo ante las cosas de la carne.

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