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Opinión
/ 20 marzo 2024

El año de 1932 el fotógrafo norteamericano Paul Strand llegó a Saltillo. Venía manejando su automóvil desde Nuevo México. Había vivido por algún tiempo en Taos, donde existía una floreciente comunidad de artistas semejante a la que ahora hay en San Miguel de Allende, Guanajuato.

Strand era romántico y socialista. Las dos cosas van juntas. Vino a México porque varios amigos suyos, pintores, le hablaron de un país lleno de temas para la lente de su cámara. Strand estaba harto de los Estados Unidos. Solía decir que su país no era sino una gigantesca Main Street −la calle principal de cada población−, con las mismas tiendas, las mismas caras, las mismas cosas siempre. México, por el contrario, “...es un país de contrastes: elevados volcanes y profundos valles; selvas y desiertos; ricos y pobres...”.

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A Strand le gustaba sobre todo retratar paisajes. “Son construcciones que el hombre no ha hecho”, decía al hablar de las montañas o los árboles. Sus amigos le habían contado que los paisajes mexicanos son inigualables, lo mismo que los cielos de México. Sobre todo el desierto se abría como una espléndida promesa para su arte de fotógrafo.

Así, un buen día Paul Strand subió su tripié y su cámara en un viejo Ford que tenía y emprendió el camino. Había preguntado en dónde el desierto era más bello. Una pintora de nombre Laura Gilpin le respondió:

-En un Estado del norte que se llama Coahuila.

Atravesó Strand todo Texas y entró a México por Laredo. Descansó un par de días en Monterrey y luego se dirigió a Saltillo. Ahí, le dijeron, comenzaba el desierto coahuilense. Escribió en una carta:

“...Busco una atmósfera espiritual y las huellas de un pasado que no existe en mi país. Estoy seguro de que ambas cosas las hallaré aquí...”.

Y las halló, efectivamente. En las afueras de nuestra ciudad tomó su primera fotografía mexicana. Su título es: “Paisaje, cerca de Saltillo”. Esa fotografía se encuentra en Tucson, en la Universidad de Arizona, cuyo Centro de Fotografía Creativa es uno de los más importantes talleres para la formación de fotógrafos en los Estados Unidos.

La fotografía −en blanco y negro, desde luego− es muy dramática. La oscuridad de un cielo lleno de nubarrones se va aclarando hasta encontrar su centro en una casa de adobe cuya blancura se destaca contra el perfil de un monte áspero. En el primer plano se eriza una nopalera y atrás se levantan tres palmas, una de las cuales se encorva y sirve de marco a la construcción. Hay un tronco seco y un árbol desmedrado que parecen describir, lo mismo que la casa, la pobreza reinante. Señala la escritora Karen Cordero:

“...No muy diferente de los paisajes típicos del Suroeste de los Estados Unidos, esta imagen puede representar el conocimiento inconsciente del fotógrafo de lo artificial que son las fronteras políticas entre las naciones...”.

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Los estudiosos de la obra de Strand señalan que su presencia en el desierto coahuilense dio al artista una visión profunda no sólo de la naturaleza, sino del modo de ser del mexicano. “... La amplitud de los cielos norteños −señala aquella escritora− hizo más precisa la visión de Strand y lo capacitó para captar la profundidad de la nación...”.

Registremos, pues, el nombre de este Paul Strand entre los artistas extranjeros que han llegado a nuestra tierra y han recogido la belleza y el misterio de sus paisajes.

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