Don Rodrigo, campeador de la paz
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Conocí a don Rodrigo Carazo en Bruselas, en ocasión de un congreso mundial de universidades celebrado hace algunos años. El doctor Carazo fue presidente de Costa Rica, y a la sazón era rector de la Universidad de la Paz, una institución creada por la ONU para formar especialistas en el arreglo de conflictos internacionales.
Tiempo después, la Universidad Autónoma de Nuevo León le otorgó a don Rodrigo un doctorado Honoris Causa por sus esfuerzos en pro de la paz. Al término de la solemne ceremonia se sirvió un banquete, y el entonces rector de la universidad nuevoleonesa, doctor Reyes Tamez, me pidió que estuviera en la mesa de honor al lado del exmandatario costarricense. Entonces pude oír gratas evocaciones suyas.
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El doctor Carazo estuvo en México en los años de su juventud. Eran los tiempos del ideal latinoamericano –Rodó, Ingenieros y todos los demás–, y aquel muchacho de Costa Rica quiso conocer al Maestro de la Juventud, José Vasconcelos. Como pudo hizo el viaje desde San José hasta la Ciudad de México: logró ver al filósofo, y escuchó de sus labios una larga peroración sobre la raza cósmica. Luego viajó por diversas ciudades hasta llegar a Guaymas. Ahí se le acabó el dinero. Para poder comer se fingió marinero, y se enganchó en un barco de cabotaje. El primer día el capitán de la nave se dio cuenta de que aquel muchacho jamás había estado en un barco, y lo mandó a la cocina, pues no había cocinero. Al segundo día, por petición unánime de los tripulantes, lo sacó de la cocina y lo puso a cargo del timón. Le dijo:
-Ahí eres menos peligroso.
El joven tico se enamoró de México y de lo mexicano. Cuando se casó vino de luna de miel a Acapulco. En el centro nocturno del hotel actuaba un músico famoso: Agustín Lara. Carazo compraba cada noche mesa de primera fila para oír con su esposa los boleros del Músico Poeta. Una de esas noches, Lara fue a sentarse en la mesa de los recién casados. Ellos lo invitaron a ir a Costa Rica, en plan de vacaciones, de paseo.
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-Tendrían ustedes que pagarme el boleto de avión y la estancia –les dijo el Flaco de Oro–. Yo no tengo dinero.
-¿Cómo es eso, maestro? –se asombró Carazo–. Es usted famoso en todo el mundo; sus canciones se escuchan en todos los países.
-Es cierto –replicó Lara–. Pero soy mexicano. Si fuera gringo y me llamara Smith sería multimillonario y podría viajar por todo el mundo.
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Nos dice el doctor Carazo que en Costa Rica hay mariachis. También los ha oído en lugares tan remotos como Egipto y Japón. En casi todo el mundo hay mariachis, tanto que el Gobierno de Jalisco organiza cada año un Festival Internacional del Mariachi cuyo propósito secreto es lograr que los mariachis extranjeros se apeguen a las tradiciones del mariachi: que no usen guitarras eléctricas; que vistan con propiedad el atuendo charro, pues hay mariachis que llevan tenis Nike, visten pantalón de mezclilla o lucen sombreros españoles de esos que se miran en las antiguas películas de “El Zorro”, con alamares y bolitas colgando alrededor del ala.
De esto y más platiqué aquella noche con el doctor Carazo, un costarricense con amor por México.