Jamás de rodillas

Opinión
/ 15 diciembre 2025

Un lector, amigo mío, me sugirió abordar el siguiente tema, el cual resulta de interés general, pues contiene realidades a las que hoy se enfrentan las nuevas generaciones.

No es una inquietud menor ni un lamento nostálgico. Es una observación que nace de la vida diaria, de lo que se paga en la calle, de lo que se posterga en silencio, de lo que se vuelve cada vez más difícil explicar sin caer en simplificaciones.

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Existe un factor en la ecuación de nuestro tiempo que resulta profundamente perturbador. No es solo el alza del costo de la vida ni la inestabilidad económica; es algo más sutil, más hondo, casi moral.

Observo a la generación que ronda los treinta y tantos y advierto en ella un cansancio que no proviene de la pereza, sino de una realidad que cambió sus reglas sin previo aviso.

QUIMERAS

Para José Ingenieros, la autosuficiencia no era solo una aspiración material, sino una exigencia ética: la capacidad del individuo para sostenerse sin abdicar de su dignidad ni delegar su responsabilidad vital. Ingenieros advertía que, cuando las fuerzas morales se debilitan, la dependencia se normaliza y la libertad se erosiona.

Una sociedad que acepta como destino la imposibilidad de valerse por sí misma termina formando hombres adaptados, pero no autónomos; obedientes, pero no libres. Y allí donde la autosuficiencia se vuelve inalcanzable, otros ocupan el lugar del criterio, de la voluntad y, finalmente, del destino.

Hoy, innumerables jóvenes adultos trabajan, se esfuerzan, cumplen, hacen lo que se supone que deben hacer y, aun así, no logran acceder a lo que para nosotros constituía el mapa natural de la adultez: movilidad, seguros, un pequeño ahorro, la libertad elemental de sostener la propia vida.

Ni qué decir de adquirir una casa: aquello que durante décadas fue el signo mínimo de estabilidad se ha convertido en una quimera reservada para unos cuantos, en una promesa rota que revela con crudeza hasta qué punto se ha encarecido el derecho a echar raíces.

La emancipación -hacerse cargo del propio destino- ha sido postergada no por falta de voluntad, sino por asfixia material. El aire se ha vuelto demasiado denso para emprender vuelo.

SENSACIÓN

Para comprender esta realidad basta mirar las cosas pequeñas, las de todos los días. En 1970, un taco era barato, accesible, cotidiano. Bastaban unas cuantas monedas para comer sin que el bolsillo entrara en la ecuación.

Hoy, ese mismo taco obliga a detenerse, a calcular, a decidir si vale la pena. No cambió el taco; cambió el dinero. Cada gasto pesa más, cada salida se piensa dos veces y la sensación dominante es clara: todo suma y nunca alcanza.

Lo mismo ocurre con el transporte, con el cine, con una salida modesta, con una comida fuera de casa. Lo que antes era parte natural de la vida social hoy se convierte en un pequeño lujo que exige cálculo.

La inflación no solo encarece los precios: encarece la espontaneidad, vuelve oneroso el simple acto de vivir sin estar haciendo cuentas. Cada decisión cotidiana se transforma en una micro batalla económica, y esa tensión constante va desgastando algo más profundo que el bolsillo.

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VENENO

A esta dureza material se agrega otro factor que suma un veneno contemporáneo y que opera en silencio: el imperio de la comparación.

Byung-Chul Han lo ha descrito con precisión inquietante: vivimos en una sociedad donde la apariencia se ha transformado en una obligación moral.

Las redes sociales imponen una estética del éxito que no admite matices. Autos nuevos, viajes constantes, restaurantes caros, cuerpos perfectos, experiencias extraordinarias convertidas en rutina. Todo presentado como normalidad, como si fuese lo mínimo que cualquier joven debería tener a cierta edad.

Y así, quien hoy duda entre pagar la renta o arreglar el coche termina comparándose con imágenes que no representan vidas reales, sino ficciones cuidadosamente editadas.

CONFUSIÓN

En medio de este torbellino, la vida interior también se resiente. Aquí la voz del papa Francisco resulta particularmente incómoda y necesaria. Él insistió en que el consumismo no nace de la abundancia, sino del vacío. Cuando el sentido se desplaza del centro de la vida, el consumo ocupa su lugar.

Francisco nos advirtió que confundimos el bienestar con acumulación, libertad con elección entre marcas, felicidad con posesión. En esa confusión, el ser humano se vuelve frágil, ansioso, permanentemente insatisfecho.

El problema no es solo económico; es antropológico: cuando el tener sustituye al ser, la persona se vuelve mercancía y su valor queda atado a lo que muestra, no a lo que es.

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De ese mismo proceso surge lo que el Papa llamó la cultura del descarte. No se descartan únicamente objetos; se descartan personas. Los jóvenes sin oportunidades, los adultos mayores, los que no producen al ritmo del mercado, los que no encajan en la estética del éxito.

El consumo nos acostumbra a usar y tirar y esa lógica termina aplicándose a las relaciones humanas, a la dignidad, incluso a la esperanza.

Más aún, Francisco señaló algo inquietante: el consumismo crea una ilusión de libertad que, en realidad, prepara el terreno para la dominación.

Una sociedad distraída, endeudada y permanentemente insatisfecha es una sociedad más dócil, menos crítica, menos dispuesta a pensar.

CONVERGENCIA

Aquí su mirada converge con la de Hannah Arendt y Erich Fromm: cuando el juicio personal se debilita, el poder encuentra camino libre.

No es casual que, junto a este agotamiento económico y moral, reaparezca un viejo espectro que creíamos archivado en los libros de historia: el autoritarismo.

Arendt lo explicó con claridad incómoda: las épocas de incertidumbre suelen abrir la puerta a la tentación de una figura fuerte que promete orden, claridad y dirección.

Y ese autoritarismo ahora regresa como un paternalismo amable, como un gobierno que dice cuidar mientras exige obediencia, como un líder que se arroga la autoridad moral sobre la nación entera.

Hoy el mecanismo es más sofisticado: menos represión visible, más manipulación emocional; menos silencio impuesto, más linchamiento digital; menos castigos formales, más presión moral para alinearse con la narrativa dominante.

Fromm llamó a esto el miedo a la libertad. Cuando la vida se vuelve demasiado difícil, cuando las circunstancias económicas ahogan y el futuro se nubla, surge la tentación de refugiarse en una autoridad que promete resolverlo todo.

Es un intercambio peligroso: se entrega el juicio propio a cambio de la ilusión de seguridad. Y en ese terreno fértil, los jóvenes -económicamente presionados, emocionalmente saturados, culturalmente comparados- se convierten en blanco de un poder que prefiere ciudadanos obedientes antes que individuos libres.

MIENTRAS...

La ecuación de nuestro tiempo se compone así de tres fuerzas que se entrelazan sin misericordia: una vida cada vez más cara, una cultura que valora más la apariencia que la esencia y un poder político que reaprende viejas tentaciones.

Mientras el costo de la vida sube, el costo de disentir también aumenta. Mientras la vida interior se debilita, el autoritarismo avanza con la suavidad de quien camina descalzo.

Mientras los jóvenes luchan por emanciparse, el Estado extiende una tutela que parece ayuda, pero huele a control.

Y es aquí donde el mensaje final del papa Francisco cobra toda su fuerza moral. Frente a este escenario, él no propone ni cinismo ni resignación, sino sobriedad consciente. Vivir con menos para vivir mejor.

RESISTIR

Recuperar el valor del límite, del silencio, de la gratitud. No como renuncia triste, sino como acto de libertad interior. “La sobriedad es una forma de resistencia”.

Resistir no al progreso, sino a la deshumanización. Resistir la reducción del hombre a consumidor, del ciudadano a cliente, del joven a número. Resistir la tentación de entregar la conciencia a cambio de comodidad. Resistir la anestesia del exceso.

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Y, sin embargo, pese a todo, continúan. Trabajan, resisten, ajustan, se adaptan, buscan sentido en medio del ruido. Tal vez ese sea el gesto más digno de nuestra época: la perseverancia silenciosa de quienes no se resignan a vivir como mercancía ni a pensar por encargo.

CIRCUNSTANCIAS

Ortega tenía razón al decir que el hombre es él y sus circunstancias, pero también es él contra sus circunstancias. Y es ahí donde asoma una esperanza sobria, sin estridencias: en la lucidez que no se vende, en la sobriedad como acto de dignidad, en la juventud que, pese a la vorágine, no deja de preguntarse por el sentido.

Porque, al final, ninguna época puede declararse vencedora mientras existan hombres y mujeres, jóvenes y no tan jóvenes, que se niegan a vivir de rodillas.

gutierrez_a@outlook.com

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