La cultura es un campo de batalla y la Presidenta lo tiene claro

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El narcotráfico con sus supuestos privilegios se exhibió como opción de vida, que ahora la presidenta Sheinbaum redefine con precisión como opción de muerte
La presidenta Claudia Sheinbaum Pardo presentó en su conferencia matutina la convocatoria “México Canta, por la paz y contra las adicciones”. Ha inaugurado un concurso nacional de canto dirigido a las y los jóvenes, en una apuesta que, lejos de parecer anecdótica, revela una toma de postura clara frente a uno de los debates más sensibles del espacio público contemporáneo: la relación entre cultura popular, narcotráfico y violencia. En un contexto donde algunas voces exigen la censura de los llamados narcocorridos, la jefa del Estado mexicano ha optado por un camino alternativo: no prohibir, sino disputar el sentido.
Desde una mirada analítica, la decisión de la presidenta Sheinbaum se inscribe en una lógica de gobernanza cultural que busca intervenir las estructuras simbólicas a través de mecanismos de participación creativa. Es decir, en lugar de ejercer el poder mediante el control represivo —censura, persecución, cancelación—, se ejerce un poder productivo (Foucault, 1977) que incentiva la creación de narrativas contrarias a las del narco, sin negar la potencia cultural de lo musical se estimula cantos sin apología de la violencia o denigración de la mujer.
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La pregunta fundamental no es qué escuchan los jóvenes, sino por qué lo escuchan. La sociología ha demostrado que los productos culturales como los corridos tumbados no son simples formas de entretenimiento, sino vehículos identitarios y afectivos que ofrecen reconocimiento en entornos marcados por la exclusión, la precariedad y la ausencia del Estado. Desde esta perspectiva, censurar el narcocorrido sería tan ineficaz como apagar la luz para que desaparezca la noche. Lo que debe cuestionarse es el sistema de desigualdades que hace que cantar sobre la vida narca sea más deseable que cantar sobre la vida legal.
En este marco, el concurso de canto es más que una política simbólica; es un intento de crear espacios institucionales donde la juventud pueda proyectar otras formas de éxito, de pertenencia y de dignidad. Este tipo de iniciativas resuenan con la noción de política prefigurativa (Boggs, 1977), donde no se trata únicamente de transformar las leyes o las instituciones, sino de producir desde el presente los valores de la sociedad que se quiere construir. En lugar de decirles a los jóvenes qué no deben cantar, se les invita a cantar otra cosa, pero no por imposición, sino a través de incentivos, visibilidad y reconocimiento.
Este enfoque, sin embargo, no debe leerse como ingenuo. Es también una forma de disputar hegemonía (Gramsci, 1930). La cultura, en este sentido, es un campo de batalla, donde distintos proyectos de nación pugnan por volverse sentido común. Si el narco ha logrado impregnar los imaginarios sociales, no ha sido sólo por la vía de la coerción o del dinero, sino porque ha ofrecido un relato, una estética, una promesa. El narcotráfico con sus supuestos privilegios se exhibió como opción de vida, que ahora la presidenta Sheinbaum redefine con precisión como opción de muerte. En este contexto, el Estado debe ofrecer alternativas que no sean moralistas ni punitivas, sino seductoras, creativas y viables.
Por supuesto, el concurso de canto no resolverá por sí solo las causas estructurales de la violencia. Pero representa un síntoma de algo más profundo: el intento de articular una política cultural progresista que combine seguridad con dignidad, legalidad con libertad creativa, orden con democracia. En lugar de asumir que los jóvenes son peligrosos, se asume que están en peligro, y que es deber del Estado brindar no sólo protección, sino también horizonte.
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La medida también marca un contraste importante con la tradición autoritaria que ha dominado por décadas la política de comunicación cultural en México, donde la censura y el control de contenidos eran la norma. En su lugar, se apuesta ahora por una forma de gobierno performativo (Butler, 1997), donde el Estado no sólo legisla o encarcela, sino que también comunica, sugiere, convoca. Y hacerlo desde la cultura popular es, sin duda, una jugada política de alto alcance: es intervenir el alma de la nación desde el micrófono y la tarima, no desde la patrulla.
Ojalá que pronto la iniciativa logre trascender el simbolismo y se convierta en una política pública sostenida, articulada con estrategias de prevención, educación, inversión comunitaria y fortalecimiento del tejido social. Porque si el narco ganó terreno en este país, no fue solo por las armas, sino porque el Estado mexicano abandonó el espacio cultural.