La misma vida
El fin de semana pasado volví a sumergirme en “Elogio de la experiencia”, de Carl Honoré. En sus páginas, Honoré nos recuerda que el tiempo no es un ladrón que arrebata juventud y fuerza, sino un maestro que, a cambio de nuestras arrugas y canas, nos entrega perspectiva, madurez y lucidez.
Vivimos en una sociedad que idolatra la juventud y teme el paso de los años como si envejecer fuera una tragedia. Él desafía esa narrativa y nos propone algo profundamente liberador: vivir cada etapa con plenitud.
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Para Honoré, la experiencia es capital acumulado; no es el epílogo de la aventura, sino un cambio de brújula: dejamos de perseguir lo que brilla superficialmente y empezamos a orientarnos hacia lo que tiene sentido.
Y para demostrarlo, rescata ejemplos que desarman cualquier prejuicio sobre la edad: Miguel Ángel completó los frescos de la Capilla Paulina a los 74; Verdi estrenó su ópera Falstaff a los 79; y Frank Lloyd Wright diseñó el icónico Museo Guggenheim a los 91.
Cada uno de ellos es testimonio de que la creatividad, la genialidad y la capacidad de dejar huella no se marchitan con los años, sino que pueden florecer en su plenitud más inmensa.
ANTES DE...
Esa misma brújula, afinada por las lecciones de la vida, aparece con otra voz en el testimonio de Bronnie Ware, autora de “De qué te arrepentirás antes de morir”.
Bronnie acompañó a cientos de personas en sus últimos días. Escuchó, una y otra vez, confesiones nacidas al filo de la despedida.
El arrepentimiento más repetido —y quizás el más doloroso— era: “Ojalá hubiera tenido el coraje de vivir una vida fiel a mí mismo, no la vida que otros esperaban de mí”.
Esa frase encierra un lamento silencioso: no se trata de haber carecido de bienes materiales ni de títulos en la pared, sino de haber postergado la autenticidad, de haber dejado que el miedo o la mirada ajena dictaran el guion de la propia existencia.
Es el dolor de haber aplazado los sueños, de haber dejado la verdad personal guardada en un cajón hasta que el tiempo, implacable, dijo “ya no”.
LECCIONES
Esta intuición, nacida de la voz de quienes se despiden, la confirma Karl Pillemer, sociólogo de la Universidad de Cornell.
Tras escuchar a miles de ancianos, llegó a una conclusión sencilla y profunda: “Elige tu propósito antes que tu comodidad”.
Su investigación reveló que quienes priorizaron contribuir, crear, cuidar y dejar un legado -aunque ello implicara incomodidad, riesgo o incertidumbre- son los que llegan al final con más paz y satisfacción. El propósito, concluye, es un escudo mucho más sólido contra el arrepentimiento que cualquier medida de seguridad.
Así, las tres voces -Honoré, Ware y Pillemer- se entrelazan para entregarnos un mismo llamado: no esperemos a que el reloj nos acorrale para decidir vivir a plenitud.
La plenitud no es un accidente que ocurre al final del camino; es una elección que se toma ahora, sin garantías de mañana. Y esa elección, muchas veces, no implica cambiar lo que tenemos, sino cambiar el sentido que le damos a la vida.
QUIERO...
Este mensaje me recordó una parábola que escuché del rabino Shais Taub y que, en su sencillez, condensa una verdad transformadora.
Cuenta que un hombre, agotado de su propia existencia, clamó a Dios con un grito desnudo: —¡Quiero una nueva vida! Dios le respondió: —Puedo dártela... pero costará todo lo que tienes.
El hombre, con la valentía de quien nada teme perder, aceptó. Entonces Dios le pidió su dinero. Él lo entregó. Luego, su automóvil. También lo entregó. Su casa, su trabajo, su familia... incluso su propia identidad. Cada renuncia era un desprendimiento profundo, como quien arranca raíces secas de la tierra para prepararla para un nuevo cultivo.
Cuando ya no quedaba nada, Dios le habló de nuevo: —Ahora te lo devolveré todo: tu dinero, tu casa, tu trabajo, tu familia. Pero con una condición: nada de esto será tuyo. Te lo confío para que lo cuides como emisario mío, como si fuera parte de mi obra y no de tu propiedad.
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En ese instante, el hombre supo que su vida no había cambiado por tener o no tener, sino por saber para quién vivía y servía. Para comprender el sentido profundo de su existencia.
La “nueva vida” no era un cambio de escenario, sino un cambio de dueño en el corazón, es decir entrar en Dios y entonces comprendió el mensaje de Edith Stein: “Ser finito, ser eterno”.
UN PORQUÉ
Esta imagen conecta con las enseñanzas de Viktor Frankl, sobreviviente de los campos de concentración y padre de la logoterapia, quien afirmó: “Quien tiene un porqué para vivir puede soportar casi cualquier cómo”.
Frankl observó que, incluso en medio del hambre, la humillación y la muerte, había quienes conservaban la voluntad de levantarse cada mañana. No eran necesariamente los más fuertes, sino aquellos que tenían un motivo: un ser querido que los esperaba, una obra inconclusa, una fe indestructible.
Frankl afirma que el sentido no se improvisa; se descubre, y se revela cuando comprendemos que lo que tenemos no es un derecho absoluto, sino un encargo.
Ese descubrimiento transforma la manera de habitar el mundo: lo que antes se veía como una carga se percibe como misión; lo que antes era propiedad se reconoce como responsabilidad y compromiso.
MI CIRCUNSTANCIA
Cuando Honoré propone abrazar la experiencia, Ware advierte del arrepentimiento de no vivir auténticamente y Pillemer nos invita a priorizar el propósito sobre la comodidad, todos nos están apuntando hacia la misma dirección que Frankl y Taub: la plenitud no depende de lo que tenemos, sino de cómo lo vivimos y a quién se lo ofrecemos.
El error común es creer que la felicidad es una meta geográfica: “Seré feliz cuando llegue allí”. Pero la felicidad no está escondida en un destino, sino en una forma distinta de caminar. No llega cuando las circunstancias se alinean mágicamente, sino cuando el corazón se rinde a un sentido superior.
La “nueva vida” no requiere mudanzas físicas, sino una mudanza del corazón. Implica dejar de reclamar derechos y empezar a asumir encargos; dejar de ser dueños para convertirnos en custodios agradecidos.
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La “nueva vida” es aceptar que lo que tenemos no es un patrimonio, sino una hipoteca; una misión que nos corresponde cumplir.
SI...
Si escuchamos a Honoré, comprendemos que la experiencia, la sabiduría, y el inevitable paso de los años necesarios para adquirirlas -con sus luces y sombras- son un capital invaluable, que nos permite dejar de vivir a la defensiva y empezar a vivir con propósito.
Si escuchamos a quienes han llegado al final de sus días, como hizo Bronnie, la lección es clara: no nos arrepentimos de lo que entregamos con amor, sino de lo que retuvimos por miedo. No nos pesa haber confiado, sino haber cerrado el corazón. No lamentamos haber cuidado, sino haber descuidado.
Si escuchamos a Pillemer, aprendemos que ese propósito vale más que cualquier comodidad temporal.
Y, finalmente, si escuchamos a Frankl, comprendemos que ese propósito no nos lo inventamos, sino que es inmanente a cada uno de nosotros; que lo encontramos en la responsabilidad de responder a la vida con actos concretos de amor, servicio y fidelidad a lo que somos y creemos justo.
TAL VEZ
Tal vez, la pregunta que debamos hacernos no sea “¿qué me falta para ser feliz?”, sino “¿para quién estoy viviendo lo que tengo?”. Porque lo que nos cambia no es lo que perdemos o ganamos, sino a quién pertenecemos y qué sentido damos a cada instante que se nos concede.
La “nueva vida” podría estar ya aquí, en este mismo momento, esperándonos. No como un milagro que altera la realidad, sino como un llamado a ver la misma realidad con otros ojos.
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Tal vez, después de todo, la felicidad no consista en poseer una vida nueva, sino en permitir que Dios -o el sentido que hemos descubierto- se adueñe de la que tenemos... y nos la devuelva como misión.
Y al aceptarla, descubriremos que no era otra vida lo que necesitábamos, sino un propósito “tan ardiente” que transformará para siempre la misma vida que, desde que nacimos, ya era nuestra. Y tal vez, esto solo tenga que ver, sencillamente, con regar nuestro propio jardín.
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